Series CBE: "Y sin embargo se mueve" (Capítulo 11)

Buenos Aires, 1965

Los empleados cambiaron el gesto artificial de buena voluntad y su sonrisa pérfida y perturbadora se volvió dureza, duda y repulsión, al quedarles claro que yo me dirigía a la mesa donde estaba la silla de la pata negra. Procuré demostrar indiferencia, no podían hacerme nada, en ese momento yo era el rostro de la ley.

La mesa era como todas, sin nada que la distinguiera de cualquiera de las otras, excepto por la pata que delataba su singularidad. Me senté pensando en lo que había dicho Oliva, que Chiclana se sentaba ahí y, a los días, venía Iberra y hacía lo mismo. Dar credibilidad a las palabras del descabellado Oliva, ciego y nervioso, no me parecía una opción inteligente, pero no tenía más que sus palabras y, confiando en ellas, terminé por pensar que si a los ojos de los demás se notaba que ambos hombres tenían iguales comportamientos, sería tan solo porque nadie más se sentaba en ese sitio, que la mesa una vez abandonada por Chiclana aguardaba al tal Iberra que ‘hacía lo mismo’.

¿Pero qué es 'hacer lo mismo'?, ¿sentarse? y luego ¿qué? ¡ah sí! la bebida. Un licor, un cafecito… como ya estaba sentando no perdía nada con imitar el ritual de esos dos hombres, de modo que le pedí al mozo que limpiaba las copas en el bar que me trajera un café, así repetía el rito y terminaba de despertar. El tipo lo sirvió de muy mala gana y al llegar a la mesa me lo ofreció para que yo lo tomara. Vi la taza en su mano y estuve a punto de agarrarla, pero en ese momento él se mandó una cagada: me insistió.

— Andá, ¿qué no ves que tengo cosas que hacer? — dijo viendo a sus otros compañeros que se habían congelado observando la escena. 

Lo miré sin decir nada, tenía que llevar la situación con sumo cuidado. Esa insistencia en la omisión de su responsabilidad no solo no cuadraba con mi paciencia, sino que muy probablemente significaba otra cosa. 

— ¿La tomás o no? ¿tan difícil es? —se mostró irritado. 
— Difícil, sí —le respondí, y miré a otro lado, esperando a que pusiera la taza en la mesa. 
— ¿No la tomás? ¡Ah bueno! —dio un paso atrás y buscó la mesa del bar— Entonces la dejo aquí para que la tomés vos mismo. 
— Mirá pibe —le dije con hastío—, esto es un café y yo te pedí uno. No dármelo es como si un médico le negara la atención a alguien que padece una enfermedad. Y ojo, que los representantes de la ley también podemos comportarnos como unos malditos enfermos. ¿No te movés? Quizá lo hagás si agrego algo de plomo en tu dieta. La cosa es así: yo te digo rana y vos saltás, ¿entendés? Y si te pido un café, vos me lo servís y me preguntás amablemente ¿con agua o con soda señor?, ¿o lo prefiere con leche?, ¿con cuantas de azúcar? ¿Estamos? Entonces vas por ese puto café y lo ponés justo aquí, en la mesa, ¡ahora mismo, la concha de su madre! 

El color abandonó el rostro del sorete, que con temblores y sin soltar la mirada del cañón que tenía apuntándole, me sirvió el café en la mesa. Cuando la pulcra porcelana hizo sus ruidos característicos al contacto con la superficie, algo me golpeó la pierna. Creí que la mesa se había quebrado. Metí las manos y me encontré con un compartimiento abierto que había hecho caer al suelo muchas cartas, decenas de cartas, unas firmadas por Chiclana, de nombre Jacinto y otras tantas con la rúbrica de un tal Ñato Iberra. 

Al salir del café con todos los sobres, todavía debí bancarme un duelo desigual e injusto de miradas: todos los empleados me veían inmóviles mientras yo intentaba recordar cada uno de sus rostros. Afuera ya habían comenzado a limpiar, a lo mejor el forense ya había llegado y la escena se había recolectado y fijado. Entonces un patrullero se acercó para confirmarme lo que ya sabía, pero me dijo algo que definitivamente no me esperaba. 

— No hemos encontrado el tercer cuerpo, señor. Hemos revisado más de quince cuadras y no hay nada.
— ¿Qué me querés decir? — le dije confundido — ¿que una veintena de hombres no ha sido capaz de encontrar señales de sangre por ninguna parte? 
— La única sangre que hay es esta, la que ha quedado aquí donde estaban los muertos… es como si hubieran peleado apenas en este trocito de espacio... y yo sé que eso es imposible, señor — dijo leyendo mi expresión incrédula — ¡ni siquiera las hormigas pelean en espacios tan reducidos!

Le dije que se dejaran de joder y mejor hicieran bien su trabajo, que siguieran buscando hasta encontrar algo nuevo y solo entonces me llamaran a la comisaría. 

Lo único seguro hasta ese momento es que habían dos muertos y una extremidad superior. Un cuerpo sin brazo quién sabe donde, ningún documento de identidad, un testigo ciego que había aportado dos nombres, un café sospechoso como el orto, muchas cartas y todo Buenos Aires con la noticia en la boca, entre la empanada y el mate, de una horrorosa masacre en la ciudad. Al llegar me esperaba el "bagarto" Feola, la burocracia bruta, el hambre de respuesta de cualquier tipo, la ofensa pasada por la ineficiencia presente y la fecha de caducidad. Decidí guardarme lo de las cartas solo para mí, prefería profundizar más en el asunto hasta entregar algo de utilidad, así que bajé la cabeza y acepté todo con un 'si señor'. Había que dejar las rencillas para otro momento. 

Los archivos de Buenos Aires indicaban que no había ningún Jacinto Chiclana. Jamás nacido, jamás asentado, jamás pagado o jamás endeudado, Jacinto Chiclana era un nombre vacío. Pero en el caso de Roberto Iberra, la búsqueda del nombre arrojó numerosos resultados. Sin embargo, no había nada en los documentos de Iberra que no hubiera en los de un hombre cualquiera, en lo que respecta a la dignidad del archivo y el antecedente. El mayor descubrimiento en su caso era su apodo, el ‘Ñato’, lo que encajaba perfecto con la firma de las cartas. Roberto ‘Ñato’ Iberra era el menor de dos hermanos de Villa Turdera, al sur de Buenos Aires. Había una larga lista de domicilios, compras y créditos que podían servir para construir un perfil de él y quizá ayudarme a entender cómo un nombre en apariencia tan normal había terminado en semejante insania con otro que ni siquiera existe. Garrido se ofreció para ir a Turdera y averiguar algo del tal ‘Ñato’. 

La llegada del forense no me dejó inspeccionar las cartas, que era lo que más me interesaba abordar en ese momento. Meroveo Sosa tenía una impresionante carrera de más de cuarenta y cinco años, que hacían de él nuestra mejor opción para leer los cuerpos muertos. 

— ¿Tenés tiempo Isidro? — me dijo el doctor Sosa. 
— ¿Tenés algo de los muertos? — le respondí con una sonrisa. El tipo me agradaba y tenía para él algo de simpatía aun en esa hora de tensión. 
— Che, demasiadas cosas te tengo... o mejor dicho, demasiado fiambre y quilombo. 
— A ver, dale, sentate y contame. 
— Tengo problemas para explicarlo bien, pero ahí te va. Los cuerpos tienen varias cortadas, ¿viste? Pues la causa de muerte del que estaba tendido fue la hemorragia en el costado y no la estocada en el ojo. El otro murió por la puñalada en la espalda, que le perforó directamente el corazón, se lo desinfló. Pero aunque sepamos eso, algo no está bien con los cuerpos. 
— Dejate de misterios y hablá claro. 
— El tiempo — dijo Meroveo Sosa, con evidente incomodidad y quizá hasta con algo de vergüenza —, el tiempo no está bien. Te puedo asegurar que dos de las lesiones son de las cuatro y tanto de la mañana; la del ojo y la de la espalda. Las demás son de otro tiempo. 
— Bueno, querrás decir de más temprano, se habrá hecho larga la riña entre esos perros — le dije, solo para rellenar el silencio y el gesto de indecisión que el doctor tenía en el rostro. 
— No che, sé muy bien lo que quiero decir. La herida del costado, por ejemplo, no es de este tiempo, no es de 1965. Y mirá que he realizado el análisis dos veces. Todo apunta a que es una herida de entre 1945 o 1950. Pero además hay otra herida que, no sé cómo decirte, pero es como que nunca hubiera pasado... aunque la veas ahí supurando. 
— No entiendo Sosa — le dije frunciendo el ceño y negando con la cabeza de forma reiterada. 
— Que aunque en el cuerpo hay una herida de la que brota la sangre, ahí donde están todos los indicadores de un corte, el análisis del tejido no lanza ninguna edad biológica, el valor final es cero ¿entendés? ¡Cero! No existe, aun cuando lo estoy viendo ahí, no tiene edad, es como si no hubiese nacido. Y esto que te acabo de decir aplica para otras heridas por todo el fiambre. Perdoname por el disparate que estás a punto de escuchar, pero las pruebas demuestran que los dos cuerpos se han venido muriendo en diferentes tiempos. Hay heridas que tendrían que estar podridas pero aquí se ven recientes, como si fueran de ahora, rojas y vivas; mientras todo lo demás me dice que es tejido muerto. Y lo que es peor... presentan heridas tan viejas que superan por mucho las edades que estos dos parecen tener. 
— ¿Y el brazo? — me atreví a preguntar. 
— Es imposible, una cosa de locos. La zona donde se dio la mutilación es de un tiempo cero, igual que en algunas de las heridas. La puñalada en la espalda es reciente, pero el cuchillo está tan oxidado que la herida se ha infectado, no solo con sus bacterias y virus, sino con su tiempo. Adentro, en la profundidad de la carne, la edad es de decenas de años. No hay forma de precisar. Quizá un antropólogo pueda decirte más que yo sobre eso — me dijo con una mueca nerviosa que ya iba encaminada al llanto. — Este asunto me supera, no puedo escribir esta pelotudez en un informe, ¡no puedo! Sería el peor final posible para mi carrera, ¿qué hago? ¡Decime che!

Me disponía a contestarle al angustiado Sosa cuando sonó el teléfono. Garrido me llamaba desde Villa Turdera.


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Alex Escobar Blanco / Henry Andino 24 de octubre de 2019
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