Series CBE: "Y sin embargo se mueve" (Capítulo 10)

Buenos Aires, 1965 

El caso me llegó igual que todos, por la suerte de mi turno. Mi superior, el “bagarto” Feola, me hizo saber que ese día me tocaba a mí y no a Garrido. Todos se largaron tan pronto llegó la hora y, al verme solo, aseguré la puerta del departamento y comencé quitándome los zapatos para tener la suficiente comodidad de pensar en cómo mataría las horas de esa noche. Llevo nueve años en este negocio, y en ese tiempo he aprendido que en Buenos Aires los muertos no llegan por estadística, así que el de guardia puede dudar más de la gravedad o el amor de su mujer, que del hecho de que en la noche de turno no se tiene que estar pendiente de nada. Con esa actitud pasé mi jornada nocturna, satisfecho de que terminaría sin sorpresas, hasta que a las cuatro y tanto de la mañana, la muerte llamó. Cuando sonó el teléfono maldije mil veces al asesino hijo de su puta madre que no pudo esperar una hora y media más, y así todo habría sido problema de cualquier otro idiota. 

La llamada salió de ‘Los Angelitos’, el café en la esquina de Rincón y Rivadavia. El de comunicaciones me dijo que el tipo que había llamado a la estación le había gritado, por lo que asumió que la cosa acababa de suceder y eso convertiría al gritón en un testigo en potencia. Eso es un alivio, visto que un testigo significa más de la mitad del caso resuelto. “Pejete”, el de comunicaciones, me dijo antes de cortar: “Che, el tipo dice que solo aparecieron”. La llamada la había realizado el portero o cuidador. 

Con un solo muerto cualquiera termina hastiado, pero dos, tres o cualquier plural, causa terror. Me tuve que acomodar la ropa y hasta me llevé la bufanda para taparme la boca. Tenía miedo de que cualquier alma me notara el fastidio de estar ahí, últimamente habían estado denunciando mi mala actitud en el manejo de escenas de asesinato. ¡Nueve años son! Creo que tengo el legítimo derecho de quejarme todo lo que quiera. Salí de la estación y avisé a dos patrulleros para que llegaran a asegurar la zona. Había que hacer todo antes de las cinco, ya que faltaba poco para que los pobres diablos madrugadores salieran de sus casas para ir a trabajar. 

De camino pensaba en lo débiles que se han vuelto los hombres de este tiempo. No digo que uno deba sentarse a comer frente al muerto o reírse con él. Lo menos que uno debería hacer es entregar un poco de respeto, porque se está encontrando con algo que no es natural. Que la gente coma y ría lo que quiera cuando el abuelo quede tullido en el camastro es bastante normal, pero cuando hay un homicidio lo mejor que se puede hacer es guardar silencio y no saturar el ambiente con dramas adicionales. 

La cosa comenzó a volverse extraña cuando vi que no me iba a ser fácil llegar al lugar. Dios sabrá cómo, pero todo Buenos Aires se había congregado en la esquina de ‘Los Angelitos’. Los patrulleros, al menos, habían acordonado el área a tiempo, pero estaba claro que entre más gente se fuera amontonando, más policías tendríamos que traer para repeler a los mequetrefes. Dejé el coche a una cuadra, era imposible avanzar y opté por caminar. En el camino tuve que repartir varios codazos y alguna piña, estaba fastidiado. Cuando noté la cinta de aislamiento, me subí la bufanda a la boca y vi la muerte. 

Pensé de manera clara, puntual, sin dudas, que eso que estaba ahí era imposible. Tenía que ser falso. Era una locura. Había dos cuerpos enfrente del restaurante, uno estaba en el suelo con un cuchillo clavado en el ojo, y el otro estaba encima de este, sosteniendo el cuchillo con tal firmeza que parecía que aún estuviera metiendo el aguijón. Los cuerpos estaban rígidos, petrificados, coloreados con sangre, los dos con los pelos engrasados de la sangre más roja que ha de correr en las más oscuras entrañas del organismo. Parecían muñecos de cera escarlata, poco les faltaba para prender un fósforo y encender la mecha, para sentir el aroma que despedían. Como si no fuera suficiente, el tipo que estaba encima del otro, tenía en su espalda un cuchillo que fácilmente hubiera relacionado como el arma del que estaba tirado en el suelo, pero el cuchillo aún estaba sostenido por una mano, y esta, a su vez, de un brazo... de un brazo que había sido arrancado de un cuerpo. Y para volver todavía más pasmoso y espantoso el asunto, los dos cuerpos, en sentido técnico, estaban completos. Así que habían tres muertos, dos tirados frente a mis ojos, y uno perdido, sin brazo, en alguna calle de Buenos Aires. 

Los refuerzos llegaron y mandé a hacer una inspección perimetral para localizar el otro cuerpo que no debía estar muy lejos de ahí. 

Entre más tiempo miraba a los muertos menos podía creerlo, sucedía lo contrario a lo que uno espera en este trabajo. Los cuerpos quedan desparramados, flojos, como trajes maltrechos, se les ve livianos... pero estos parecían de piedra. Ninguno de los policías se había atrevido a empezar a trabajar el lugar, me habían esperado los muy pelotudos, y sinceramente yo tampoco quería hacerlo. Busqué como hacer larga mi intervención mientras ponía a otros patrulleros a revisar el lugar. Luego ordené que llamaran al departamento para que "el bagarto" Feola enviara a la gente indicada para analizar la escena. Me enfoque en el cuerpo perdido y el brazo mutilado, así como en hablar con el que había hecho la llamada. Él era la única salida del atolladero que se estaba formando. 

Entré al café, que estaba abierto aunque no brindaban servicio. Los empleados se encontraban limpiando el lugar. Siempre me ha parecido increíble cómo la gente puede seguir con su vida de forma tan frívola, cuando afuera del lugar ha aparecido algo tan monstruoso. Pregunté por el portero del local, y me dijeron que estaba en una habitación cercana a la bodega donde guardan lo inútil. Fui a buscarlo y percibí extrañado cómo la gente que limpiaba, pulía y ponía los manteles en la mesa, me miraba, saludaba y sonreía como si yo anduviera en una visita de cortesía. Sentí escalofríos.

Llegué a la habitación, una cosa muy mersa, un chiquero. El tipo se encontraba guardando sus cosas en una maleta en la total oscuridad. Al percibir que yo estaba en el umbral, habló sin mirarme. 

— Déjeme en paz. 
— ¿Usted fue quien hizo la llamada? — intenté hacerme el tonto y me saqué de los bolsillos un papel con su nombre – ¿Es usted Ignaciano Oliva? — pregunté mientras me buscaba unos cigarros para hacerlo fumar la paz. 
— Déjeme por favor, ¡fue un error, todo fue un error! — seguía guardando sus cosas y el cuerpo le temblaba. 
— ¿Qué fue un error, Ignaciano? 
— Solo apareció, ¿me entiende? 
— No le entiendo, Ignaciano. Ande, cálmese, fume conmigo y explíqueme. Usted no se ha metido en ningún problema. 
— No puedo, me tengo que ir. No puedo, déjeme — le salieron las palabras con tal angustia que terminó con mi paciencia. Lo tomé del cuello y lo giré para verlo y que me viera. Me encontré con que el tipo tenía los ojos grises. 
— ¡La que me parió! ¿Sos ciego? ¡Sos un ciego inútil! A ver, explicame, ¿cómo es que viste lo que hay allá afuera? — estaba cerca de dejarle cinco dedos marcados en la nariz, cuando el tipo empezó a llorar. 
— No señor, ¡me estoy quedando ciego después de ver eso! 
— ¿Qué acaso es una enfermedad familiar?, ¿padecés de algo? 
— No señor, me está pasando esto después de lo que vi, ¿me entiende? Vi eso ahí... — ¿Pero qué es eso?, ¿qué viste hombre? ¡Decime! 
— Lo que está allá afuera, lo vi aparecer, así como lo escucha. Apareció del aire, de la nada. ¡Pura hechicería, pura diablura! ¡Dios nos ayude! 

Sabía que era inútil continuar con el interrogatorio, el tipo se venía quebrando de a poco y no le faltaba mucho para cagarse ahí mismo, en ese basurero. Me aparté y cuando le había dado la espalda, buscando el calor y un poco de decencia en el restaurante, escuché que Ignaciano Oliva gritó: 

— El que tiene clavado el cuchillo en la espalda… es el señor Jacinto Chiclana. El otro es Roberto Iberra. 

Ignaciano ‘lloricas’ Oliva me contó lo poco que sabía de ese Chiclana. Cliente del restaurante desde hace años, un hombre alto, de ceño regio y de pocas sonrisas, era conocido por todos. Dejaba buena propina, comía poco, bebía poco, hablaba poco. Nunca había tenido problemas ni con la cuenta ni con nadie en ‘Los Angelitos’. Llegaba con regularidad, pero era una norma verlo cada miércoles al cierre del local, junto con otros hombres que según sabía mantenían una reunión privada. El dueño de ‘Los Angelitos’, tenía un acuerdo con estos tipos, y todo el personal trabajaba los miércoles con indicaciones de dejar el lugar listo para la reunión, con algunas botellas de alcohol y bocadillos, y desaparecer lo más rápido posible; en el caso de él, debía de encerrarse en su covacha y salir de ahí hasta la una de la madrugada para verificar que la puerta del local estuviera cerrada y quedarse haciendo la guardia, velando que nadie se acercara. 

Nada sabía ‘Lloricas’ de esa reunión, pero estaba seguro que las últimas veces que vio a Chiclana pasaron cosas que le resultan confusas. No está seguro del orden en el que sucedieron los acontecimientos e incluso tiene la sospecha que pudiera estar confundiendo eventos de distintos años, pero sabe que miraba a este Chiclana entrar al lugar, sentarse en una pequeña mesita frente al bar, tomarse un cafecito, dejar las monedas y largarse. Dice que a los días aparecía el otro hombre, Iberra, y hacía casi lo mismo, solo que este pedía algo de licor, se fumaba algo y se largaba. Dijo también que la única persona con la que se le miraba hablar a Chiclana, era con un mesero que estaba mal de la redonda, un tal Careno. Este Careno, cuenta Oliva, desapareció sin rastros. Además asegura que la última persona a la que Careno había atendido era Iberra, el otro hombre que se sentaba en la mesita frente al bar. 

Ignaciano parece estar más afectado de otras cosas que de los ojos, cosa que tendría que estar relacionada con la edad, ya que no sabía si Careno realmente desapareció del todo. Tiene la idea de que después de varios días de perdido, lo vio hablando con Chiclana, y luego cree estar seguro de que son más de quince años los que tiene de no verlo; y antes de decirme eso me había prometido que la desaparición sucedió unos meses atrás. Después de esa charla decidí descartar al viejo del caso, definitivamente sería un problema. Antes de dejarlo ir, me dijo cuál era la mesa donde se sentaban esos dos tipos. 

— Una de las sillas tiene una pata negra. Esa es la mesa.


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Alex Escobar Blanco 21 de octubre de 2019
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