Alerta de spoiler
Si aún no has leído El ruletista de Mircea Cărtărescu, te aconsejo detenerte aquí. Lo que sigue es la onda expansiva de un disparo certero, los estertores de una explosión mental, esquirlas de ideas y sesos esparcidos sobre la pantalla: efectos todos del desarrollo y final de esta historia brutal y deslumbrante del célebre autor rumano.
El pasado sábado terminé de leer El ruletista y quedé profundamente impactado. Me declaro fan de Cărtărescu. Si bien es cierto que para gustos están todos los colores, en mi opinión El ruletista alterna entre el sepia y el rojo escarlata, en un relato tan reflexivo como visceral. Su desenlace ha sido un auténtico disparo en la sien, en la mía.
Hace muchos años que no leía algo que me provocara un efecto semejante. Me parece que Cărtărescu juega con las palabras y con las sensaciones del lector, tal como lo haría un gato con una presa minúscula. Uno no puede evitar sentirse pequeño ante tal grandeza literaria. Imagino cómo debe ser la experiencia de atender sus clases de Literatura en la Universidad de Bucarest y me da envidia de sus estudiantes. La profundidad de los personajes de Cărtărescu es asombrosa y su manejo del lenguaje y el ritmo narrativo es impresionante. Ya ni siquiera sé si a lo que escribe se le puede llamar prosa, porque más bien es poesía rotunda. Con solo un relato, Cărtărescu ha reventado todas mis escalas de medición en términos de calidad literaria. Ya ni me importaría si todo lo demás que ha escrito fuese malo, igual quiero leerlo todo. De hecho, con El ruletista me basta para ascenderlo a la categoría de un dios de las letras, con el enorme plus de que es un escritor vivo y aún podemos aspirar a tener su firma en nuestro propio ejemplar de su libro.
El ruletista es uno de esos relatos que derrochan estilo pero igual ganan por nocaut, breve pero contundente; una lectura de un rato con efectos perdurables. A través de sus dos protagonistas, Cărtărescu nos ofrece una honda meditación sobre la muerte, el espectáculo, el vacío y la necesidad de trascender la insignificancia cotidiana a través de un gesto extremo.
Más allá de la historia, deslumbra la manera en que el autor la cuenta. La prosa del rumano es rica, envolvente, entrelazada con imágenes y reflexiones que dan forma a una experiencia de lectura casi hipnótica. La voz narrativa, teñida de ambigüedad, duda, admiración y envidia, construye un clima de misterio que no se resuelve, sino que se intensifica con cada página. La prosa de El ruletista no solo narra: sacude; no conduce al lector: lo arrastra hacia una experiencia emocional e intelectual intensa. Por eso, más que narrativa tradicional, el texto de Cărtărescu puede y debe considerarse una forma de poesía en estado narrativo.
Terremotos literarios
En lo personal, no había leído recientemente otro autor vivo que me sacudiera tanto. Para encontrar una experiencia similar, debo remitirme a los relatos llenos de frases contundentes de Mo Yan, que ya en la dedicatoria de uno de sus libros ofrecía a sus ancestros "arrancarse el corazón, marinarlo en salsa de soja, desmenuzarlo y colocarlo en tres cuencos para depositarlo, a modo de ofrenda, en un campo de sorgo". Acaso a algún fragmento de Amélie Nothomb, que "se abalanzaba sobre el papel virgen con la convicción de que la tierra temblaría. Que Tokio se protegiera de la onda expansiva: se iban a enterar".
Siendo tan distintos entre sí, me parece que los tres autores comparten elementos clave que explican su capacidad de impactar profundamente. Los une una intensidad radical. Ninguno de ellos escribe con la intención de consolar ni de complacer. Cada página es un acto de revelación, de riesgo estético y emocional. Cărtărescu explora el vacío y la trascendencia con contundencia poética; Mo Yan hunde al lector en un barro visceral de cuerpos, historias y mitos; Nothomb atraviesa con una espada y expone las pasiones humanas con claridad implacable. Para los tres, el cuerpo no es solo un accesorio narrativo sino un campo de batalla, el lugar donde se expresa el alma, el dolor, el deseo, la trascendencia o la degradación. Distintos en estilo —barroco en Cărtărescu, crudo en Mo Yan, afilado en Nothomb—, los tres han convertido su escritura en una firma personal, en un instrumento cortopunzante que traspasa al lector y le demuestra que la literatura es capaz de sacudir, incomodar y asombrar. Ergo, la lectura también puede ser una actividad extrema.
Una obra insoportable para la dictadura
El ruletista fue escrito en 1988, cuando aún regía la dictadura comunista de Nicolae Ceaușescu en Rumanía, y no fue publicado sino hasta después de la caída del régimen. ¿Por qué un relato de tan pocas páginas, sin una sola mención política explícita, termina siendo censurado? Las razones, aunque no declaradas oficialmente, pueden intuirse si atendemos el trasfondo del relato.
En primer lugar, el cuento describe con crudeza —y una belleza perturbadora— un espectáculo donde se apuesta la vida humana frente a un público que paga entrada y aplaude. Aunque no lo celebre, el relato estimula una inquietante fascinación por el riesgo mortal, por el morbo colectivo, por la catarsis que produce ver a alguien desafiar la muerte. En una sociedad donde el Estado se autoproclamaba garante de la vida, del bienestar y del orden moral, presentar ese tipo de atracción como el punto culminante de una existencia era, cuando menos, escandaloso.
El hecho de que el protagonista sea un paria —alguien sin nombre, sin valor social, que solo se vuelve visible cuando arriesga su vida— agrava aún más el conflicto con la ideología oficial. El ruletista sugiere que hay vidas tan prescindibles que solo encuentran sentido al borde del abismo. Esa mirada ya era capaz de desnudar las grietas del ideal igualitario del régimen y revelar una verdad incómoda: que incluso en los sistemas que proclaman la dignidad universal, hay existencias marginadas, aplastadas y desprovistas de sentido.
Y más aún, hay en el relato una alegoría apenas velada sobre el ejercicio del poder: una ruleta que gira, una bala que puede estar o no, un público que observa, y un hombre solo ante el destino. ¿No es también así el miedo bajo las dictaduras? ¿No resuena ahí la imagen de un sistema que decide arbitrariamente quién vive y quién muere, mientras el resto mira en silencio?
El ruletista pudo volverse una obra insoportable para la dictadura no porque necesariamente hiciera política explícita, sino porque ponía en evidencia, desde la literatura, la violencia simbólica, el vacío existencial y la indiferencia estructural que anidan en toda forma de poder absoluto. Y eso, en tiempos de censura, parece motivo suficiente para silenciarlo.
Erotismo, peligro y catarsis
El increíble éxito que tenía entre las mujeres aquel chimpancé estúpido y apergaminado que de vez en cuando ponía en peligro su propia vida, debía de tener su origen ahí. Creo que aquellas mujeres nunca habrían amado con más pasión que después de haber asistido a su muerte: habrían llegado a casa con sus amantes y se habrían arrancado los vestidos ensangrentados, manchados de pegotes de una sustancia cenicienta y de líquido ocular.
Esta frase del libro que dio lugar a más de un comentario durante la reunión del CBE, sugiere un tipo de exaltación erótica provocada por la proximidad de la muerte, una especie de impulso vital desatado por el riesgo extremo. Sin importar si culmina en un estallido mortal o en un drámatico desvanecimiento de la mente atribulada, presenciar un espectáculo morboso con un final de impacto, puede provocar gran tensión y agitación de los sentidos, seguida de una catarsis explosiva y una liberación salvaje de lo reprimido.
Al reflexionar en el asunto, se me viene a la memoria la película Crash (1996), una historia donde los personajes experimentan excitación sexual al participar deliberadamente en accidentes automovilísticos, revelando que el placer también puede estar íntimamente ligado al peligro, al dolor y a la amenaza de aniquilación. Ambas obras presentan un mundo desensibilizado, donde las emociones cotidianas no bastan, y los personajes buscan desbordarse a través de actos que rozan la muerte.
La búsqueda de la muerte, de la suerte y del sentido de la vida
Para entender mejor el comportamiento y las decisiones del ruletista, es preciso preguntarnos cual es la pulsión que lo mueve. A simple vista, podría parecer que este personaje misterioso busca encarecidamente la muerte. Participa una y otra vez en la ruleta rusa, un juego donde el resultado puede ser la aniquilación instantánea, y por si eso fuera poco, el ruletista se asegura de incrementar el riesgo en cada nuevo desafío. Sin embargo, no podemos pasar por alto una diferencia significativa con respecto al suicida clásico: el ruletista se ofrece a un juego del azar en el que apuesta su propia vida.
Visto bajo ese lente, podemos aseverar que su motivación no es morir, sino desafiar a la muerte. Lo que anhela no es la extinción, sino ese instante previo en que todo puede acabarse. Ahí, en ese paroxismo, en ese punto ciego entre el latido y la detonación, se siente verdaderamente vivo. En términos camusianos, el absurdo de la existencia nace del choque entre el deseo humano de sentido y el silencio incomprensible del universo. Según Camus, el suicidio es la única pregunta verdaderamente seria porque pone a prueba el valor de la vida ante ese vacío. Frente a ese dilema filosófico, el hombre absurdo vive sin esperanza, sin apelación, sin consuelo metafísico, pero aún así elige vivir. Es Sísifo empujando su piedra con lucidez.
El Ruletista, entonces, pudiera leerse como una versión radical del hombre absurdo: no se quita la vida, pero la pone en juego. Su apuesta no es por fe, por gloria ni por protesta: lo hace porque solo en esa frontera entre el ser y el no-ser encuentra una certeza. No huye del sinsentido, sino que lo invoca. Y al hacerlo, le otorga significado a su existencia, así sea de manera momentánea.
¿Cómo entendemos entonces que el ruletista elimine todas sus posibilidades de sobrevivir cuando finalmente carga el arma con seis balas?
No perdamos de vista que el ruletista es un tipo sin suerte que nunca en la vida ha ganado ningún juego. Bajo esa linea de interpretación, el acto de cargar los seis tiros puede leerse como un gesto de rebeldía absoluta, el reto supremo del ruletista a Dios, al destino o a la suerte, cómo sea que el lector quiera llamar a la fuerza inexplicable que ha condenado a nuestro personaje a sobrevivir sin sentido. Es un acto de confrontación final: ya no se trata de tentar a la muerte, sino de desafiar a aquello que le ha negado toda forma de victoria.
Si con ese gesto el enigmático ruletista está reclamando además la libertad de morir cuando él lo decida, no solo estaríamos ante el clímax del relato: asistimos a la ascención del ruletista a la categoría de mito moderno.
La caída de los dioses
La hilera de Dioses, al mirar hacia atrás, iba en aumento. Eran cientos, luego miles, se derrumbaban boca abajo, unas veces hacia la derecha y otras hacia la izquierda, como si fueran los dientes de una gigantesca cremallera de fuego.
Ese fragmento del relato es uno de los más intensos y reveladores, y se pudiera interpretar como una metáfora del itinerario espiritual del narrador, su afán de perdurar y el derrumbe de todas las creencias que alguna vez intentó abrazar. Cuando el narrador dice que se esforzó en vano por creer en la vida después de la muerte, en la fusión de su ser individual con algo superior, vasto y eterno; está evocando el anhelo humano por la trascendencia, por escapar de los límites de la carne y la muerte, la búsqueda típica del alma religiosa o mística.
En contraste con el misterio de los motivos del ruletista, la causa que abraza el personaje narrador se nos revela con pasmosa claridad. Su imagen atravesando y derribando un dios tras otro es tan transgresora como demoledora. El narrador duda de todo, hasta de sí mismo, y en un sollozo senil declara su temor por la desaparición y el olvido. El ruletista es su única certeza, su última esperanza y su más grande apuesta. Al escribir la leyenda del ruletista, el narrador da prueba de su propia existencia. Al exponerse como narrador y personaje, está siendo coherente con el proyecto de inmortalidad que ha edificado a cada página. Finalmente ha descubierto su dios verdadero: el lector que con voz clara y poderosa lo llamará de entre los muertos, para resucitarlo cada vez que lo lea.
Un disparo en la sien | El ruletista