Buenos Aires, 1929
Alzo mi cuchillo y te saludo, Ñato Iberra.
Me honra que tu afán por encontrarme se eleve sobre el resto de razones como la verdadera leitmotiv de tus saltos en el tiempo. Lamento, sin embargo, que esa búsqueda te haya llevado a la maloliente Francia de la Revolución. A no ser, por supuesto, que disfrutes de esa bizarre combinación de espacio-tiempo donde brotaron muchas de las ideas y conceptos que siguen apestando el mundo ‘moderno’. Diría que tu devota persecución me ensalza tanto como me divierte tu optimismo por alcanzar alivio, paz y alegría, en el hipotético escenario en que logres arrancarme la cabeza. ¿Te crees capaz de ello, de alcanzar verdadero alivio, paz y alegría?
He de reconocer, sin la más mínima reserva, que mi curiosidad se desborda cuando considero las causas más recónditas y oscuras que te impulsan a enfrentarme.
¿Te mueve el orgullo? ¿el ego? ¿te irrita mi registro personal de tajos mortales? ¿acaso he superado ya el palmarés de tu hermano?
¿O se trata de un asunto de implicaciones morales? ¿quieres castigarme? ¿tú que también disfrutas de los mismos sádicos espectáculos y los recreas una y otra vez en la memoria, para luego dibujarlos con el filo en lienzos de carne?
¡Ah, no me dirás que te has vuelto un guardián de lo sagrado! ¿Te sientes un instrumento del karma? ¿crees en eso? ¡Dime entonces qué debía el gurú ascético que degollé en la cima de la montaña cuando no me satisfizo su contestación! ¡al diablo con el karma! Yo creo en causa y efecto, en acción y reacción, en estímulo y respuesta; más no me convence la teoría de que hay una suerte de contador universal que registra todas nuestras acciones, las buenas y las malas, como si fueran cargos y abonos, para darnos alguna vez en esta vida o en cualquier otra el pago proporcional por cada una de ellas. Me parece más bien un delirio provocado por la necesidad de darle a nuestra absurda existencia un mínimo sentido de justicia que, dadas las evidencias, no parece tener. Entiendo el karma como un ilusorio afán de darle significado al sufrimiento y justificación a las penas.
Sí, estuve frente a ese cadalso ignominioso de la Plaza de la Revolución, pero de eso han pasado ya varias idas y vueltas en el tiempo. Recuerdo que estuve a punto de morir cuando mis partículas se recompusieron en plena Allée des Veuves, en la trayectoria de un carruaje de caballos del que me libré de un salto, apenas en el último segundo. ¿Habrá un final más indigno para alguien como tú o como yo, hechos para verter nuestra sangre en la batalla, que morir aplastados como sapos en un tiempo que ni siquiera es el nuestro?
Y sí, escuché de Marat y de la ejecución de Charlotte Corday, pero ambos eventos ya eran parte de un pasado reciente cuando yo estuve ahí. Fueron viajes en los que opté por asumir la identidad de Cagliostro, suficiente excusa para hacer alguna travesura y de paso alimentar a otra leyenda. Arderás en furia contra mí, lo sé, pero no estaré mintiendo si te digo que la ejecución de la 'pajarita vengadora' no me mueve un pelo. Es solo una entre quince mil cabezas que rebanó la guillotina, y te aseguro que no estoy para entablar juicios y valoraciones sobre nada. Tengo tiempo, pero definitivamente no tengo ganas.
Para ejercer de sádico por deporte, como tú lo infieres, he estado en primera fila en los holocaustos de Phnom Penh, de Auschwitz y de Kigali, para citar solo algunos. ¿Has olvidado que el hombre también ha montado gigantescos mataderos pasivos, donde grandes multitudes han sido ejecutadas a cuentagotas, víctimas del hambre? ¡Qué humillante forma de morir, sin derramar una gota de sangre, seco el torrente vital! ¿No te asquea que los hombres de cualquier bando, en cualquier tiempo, pretendan investir sus odios de cualidades morales? Me parece que no, si me baso en las líneas de tu carta donde quedan plasmados tus amargos gemidos por la chiquilla sin cabeza. No pierdas de vista que en su momento ella también tuvo un puñal en las manos. ¡Y al diablo con todos los juicios! No reconozco otro código moral que no sea el del cuchillo.
Ahora entiendo mejor tus motivaciones, una vez establecida tu lealtad a esa rutina que, estoy muy de acuerdo, a estas alturas ya es milenaria. Yo, en cambio, he renegado de rutinas y obligaciones. No más concilios en el Café Los Angelitos, ni cartas que me asignen misiones para ejecutar en otras épocas, pasadas o futuras.
Te compadezco por tu resignado sometimiento bajo el yugo del olvido. ¿Crees que no conozco los efectos que los saltos en el tiempo han causado en todos nosotros, que las migrañas y las hemorragias nasales apenas van dejando nebulosas imágenes que a duras penas podemos llamar recuerdos? ¡Al diablo con el olvido! En lo que a mí respecta, estaré perdiendo la razón, pero me las he arreglado para no perder los recuerdos. La otra maldición, la de la memoria, finalmente me ha dado motivos para rehusarme de esos menesteres, tan pesados como inútiles.
Ven y mátame si puedes, pero antes respóndeme: ¿quieres recordar todo cuanto has olvidado? ¿te apetece saber lo que ignoras? Si tu respuesta es afirmativa, dejaré que sea la verdad la que te hiera hasta el tuétano. Curaré tu ceguera y después te arrancaré los ojos. Si en cambio tu respuesta es no, serás el más triste e ignorante de los descabezados.
¿Me creerías si te confieso que me duele ser un sádico? ¡Pues créelo, me revienta de dolor y, vaya paradoja, eso hace de mí un auténtico masoquista!
Te estaré esperando en algún punto del tiempo, Iberra. Hasta el día de la reunión, procura dejar de lloriquear y alimenta a tus demonios. No olvides que Chiclana es el mayor de ellos.
Ya no estoy seguro de ser
pero sí de llamarme
Jacinto Chiclana
Series CBE: "Y sin embargo se mueve" (Capítulo 2)