H lee la última página del libro y luego lo pone con sumo cuidado sobre la mesa, como si con ello pudiera aliviar el golpe y reparar el resquebrajamiento que le han causado los últimos párrafos de un epílogo inesperado. En la soledad del patio se descubre llorando un llanto de niño, doloroso pero liberador, como el que no derrama desde que su padre falleció unos meses atrás.
“La muerte del padre es un tema mayor de la literatura; quienes en algún momento hemos asumido el reto de convertirlo en obra de creación lo sabemos bien. Por un lado todo es riesgo, pues el autor solo puede guiarse por el instinto, a merced de las dudas racionales, que atacan desde todos los ángulos, pero a la vez el recorrido fluye extrañamente amparado, como si el padre muerto lo protegiera. Creo que en realidad es así: un libro como este es el último paseo juntos de padre e hijo. El padre muerto camina junto al hijo que rememora y narra.”
H sabe que también está dando ese último paseo junto a su viejo, mientras escribe las historias que escuchó de él desde muy niño. Desconsolado, se repliega en su silla y dirige la vista hacia arriba en busca de respuestas. Un cielo sin nubes se extiende sobre él como un lienzo perfecto. A la distancia, un avión surca lentamente el firmamento, dejando tras de sí una larga estela blanca, una pincelada profana en aquel inmenso celeste sin mácula. Por un instante, aquella línea de vapor permanece fija, inalterable, como si el tiempo se hubiera congelado alrededor de su huella. Luego, el ventarrón comienza a jugar con ella, difuminando sus bordes, hasta que poco a poco la va desvaneciendo. H no tarda en encontrar la semejanza entre la vida y esa efímera huella de vapor, ni en aceptar con resignación que somos apenas un retazo de añoranza suspendido en el aire por un momento.
El avión se enfila con rumbo norte y rebasa la posición de su melancólico observador, que finalmente lo escucha irse, quién sabe a dónde, mucho más allá de los límites de su rango visual.
La tarde se va con un viento gélido que sacude las guías de luces en las fachadas de las casas. Es el segundo jueves de diciembre y las calles son un hervidero de gente cargando bolsas de comestibles, ropa y regalos, chocando con otros transeúntes igual de apurados o avanzando a vuelta de rueda en un tráfico imposible. Desde su ventana, L percibe la agitación y el ruido de Ciudad Merliot, que parece llevar semanas celebrando la navidad de manera anticipada.
De frente al espejo, acaricia con una mano las cicatrices de una cirugía reciente y nota que el dolor es mucho menor que en los días anteriores. Ha tenido una semana vertiginosa y la última jornada se ha ido sin que haya podido leer el libro que esperaba terminar antes de esa noche. Está claro que no lo logrará, ya casi es hora de irse. Intenta no frustrarse y luego de un ligero suspiro comienza a vestirse. Un breve momento de desánimo la hace desear que este año se vaya al carajo de una vez por todas, pero 2024 y su estela de infortunios también parecen atascados en el tráfico. —Igual hay motivos para estar feliz y agradecida— piensa recobrando su habitual actitud positiva. Se mira al espejo, retoca su peinado y, al volverse, descubre a H observándola con el mismo gesto embelesado del primer día, acercándose para abrazarla. Incluso el peso de un año terrible se aligera cuando se tiene con quien compartir una sonrisa cómplice y un abrazo largo y sin prisas. Es hora de salir juntos al encuentro de la ciudad y su caos.
En San Salvador, el tiempo no parece avanzar para Mo, atribulada por un fuerte virus de estación, la enésima plaga que recibe por estos días. Dos meses han transcurrido desde la muerte de su madre, pero el dolor sigue latente como la fiebre que la azota. Con la voz aprisionada y los oídos tapados, siente que el mundo se aleja, obligándola a vivir su duelo en un claustro de aislamiento y silencio. Se cubre con una cobija, temblando por la fiebre, sin saber a ciencia cierta de dónde viene ese escalofrío que cala hasta lo más hondo.
Mo deseaba mucho estar presente en la reunión de esa noche con ese especial grupo de amigos que siempre la recibe de manera cariñosa y festiva, pero esta vez su cuerpo ha puesto un límite. Confía a su hermana la entrega de unos recuerdos impresos para la ocasión y se dispone a escribirle a sus amigos un largo mensaje para que alguien lo lea en su nombre. Entre líneas se asoma un resumen del año, un emotivo recorrido por las cosas compartidas, el dolor de las pérdidas recientes, la añoranza del abrazo materno en estos duros momentos y la certeza de que, aun en la distancia y en el silencio, sigue siendo parte valiosa de ese círculo de amigos que tanto aprecia y que tanto significa para cada uno de sus integrantes.
Su espíritu quebrantado y su cuerpo debilitado no dan para más. Completa su mensaje y vuelve a la cama. Quizá en sus sueños reciba la visita balsámica de la madre que tanto extraña.
En otro punto de la ciudad, W completa el libro conmovida por el relato. La historia de tres hermanos que regresan a la casa donde su padre vivió sus últimos días, la ha enfrentado con una pérdida todavía reciente en su familia: el fallecimiento de su suegro. Mira la foto donde ya en su lecho de enfermo el anciano sostiene a su nieto recién nacido y reflexiona sobre la imposibilidad de que su pequeño guarde recuerdos de su abuelo, con quien solo coexistió por escasos dos meses.
—Tendremos que llenar a mi niño de historias sobre su abuelo —se dice.
Luego medita en la bendición de tener a sus padres, en la forma en que aún puede llegar a la casa paterna y volver a ser tan solo hija, rememorando otra época sin preocupaciones ni responsabilidades, bajo el cuidado cariñoso de sus progenitores. Con esos pensamientos rondando en su cabeza, W sale de casa con margen suficiente para llegar a la reunión de esa noche con un grupo de amigos.
Después de atravesar un océano de automóviles, finalmente llega con bien al lugar acordado. Al preguntar al anfitrión, este la mira con desconcierto. La reserva que S había hecho a nombre del grupo unos días atrás, no aparece por ningún lado. Por fortuna aún está disponible la mesa grande en el segundo nivel del café. Se acomoda allí, echando un vistazo al espacio que pronto se llenará de risas y saludos efusivos.
A más de seis mil kilómetros, en Rincón de Pando, el anochecer del doce de diciembre llega con una brisa fresca que alivia el calor acumulado durante el día. Mientras en el cielo se van prendiendo las estrellas, K y De se preparan, cada una en su hogar, para la reunión remota que tendrán esa noche. A esa misma hora, en Montevideo, un viento suave del sur agita la hojas de los árboles del barrio de Do, la hermana mayor de De, quien —en la soledad de su apartamento— reflexiona sobre las trascendentales decisiones que habrá de tomar con respecto al crepúsculo de su vida.
A medida que las horas avanzan, las luces de la capital contrastan con la penumbra silenciosa del campo. Finalmente, a eso de las nueve treinta (tres horas más tarde que en El Salvador), K, De y Do reciben entusiastas el enlace de la videollamada y se disponen a conectarse, acortando cualquier distancia y traspasando cualquier frontera. A la amistad poco le importan esos límites. En San Salvador, las letras siguen llegando hasta juntar un buen grupo. El resto del alfabeto aún sigue batallando con el mar agitado de diciembre, del fin de año y de la vida.
Entre el aroma del café y la calidez de las luces, los amigos se reciben con efusividad y afecto, prestos a ponerse al día, a darse palabras de ánimo, a compartir, a escuchar y a disfrutar a plenitud de la charla y la compañía. Hace dieciocho años se reunieron por primera vez y han vuelto mil veces. No es la misma generación, pero la de hoy aún lleva el mismo nombre (y como bien decían J y N, también son buenas personas). Han estado reunidos en una interminable lista de lugares, pero al margen de la geografía, la casa sigue siendo la misma. No es la casa de veraneo de Antonio, pero también es su oasis, el refugio de la rutina que han construido como grupo a lo largo de los años, a base de lecturas y opiniones compartidas, de catarsis personales, de inesperadas terapias grupales y de infinidad de gratas experiencias que les han permitido conocerse y acercarse, y que hoy atesoran como recuerdos inolvidables.
No queda más que brindar por todo eso.
El Club de la Buena Estrella, mil veces.
Mil veces