Los años de Annie Ernaux | Comentario personal

Leí las primera páginas del libro Los años y, a punto estaba de empezar a despotricar contra la señora Annie Ernaux (por escribir así) y contra la Academia Sueca (por premiar algo así), cuando todo empezó a tener sentido. A veces los lectores estamos cansados o distraídos y caemos en los pecados de la lectura mecánica y la crítica precipitada. Porque aún cuando la señora Ernaux comienza su relato inundándonos de acontecimientos históricos, datos en clave y personajes de la farándula de su región, en realidad pone las cosas muy claras desde la mismísima primera frase, una premisa que fue reafirmando en más de una ocasión durante el desarrollo. Una vez que eso me quedó claro, considero que mi comprensión y mi opinión del libro mejoraron notablemente.

Todas las imágenes desaparecerán

En general, creo que no se trata de entender a plenitud todos los retazos que la autora nos comparte, sino de comprender el hecho de que todos esos retazos mueren. Y si los entendemos, qué bueno. Si en un afán de cultura general hicimos el trabajo de investigar cada referencia, magnífico. Pero estoy seguro que mucho de lo que Annie Ernaux enumera en esas primeras páginas solo le es familiar a los franceses de su generación, y probablemente la mayoría de esas cosas solo le dicen algo a ella. Son sus recuerdos, sus vivencias, sus percepciones... seguidas de la lamentable conclusión de que todo acaba, todo perece y todo se olvida. Personas, lugares, fechas, momentos, palabras, imágenes... todo muere. Es la tragedia de la desaparición y la intrascendencia a la que estamos condenados la inmensa mayoría de los seres humanos. 

Precisamente el día que comencé la lectura se cumplían 30 años del fallecimiento de alguien muy especial para mí, y la lectura me hizo preguntarme cuántos de los que lo conocimos aún lo recordamos y qué es lo que recordamos. Y sucede que muchos de los que recordaban a este ser querido ya partieron también, y otros tantos ya están perdiendo los recuerdos. Incluso si yo considero que tengo presentes muchas cosas de su vida, es un hecho que cuando yo nací el tío Jorge ya había vivido unos 23 años. Y también es un hecho que su vida involucró a muchas más personas aparte de mí, de modo que yo solo tengo recuerdos de un fragmento de su existencia, almacenados en mi memoria bajo el tamiz imperfecto de mi propia percepción reducida. A estas alturas, seguramente he olvidado algunas cosas y he distorsionado el recuerdo de otras. Es inevitable concluir que cuando nos hayamos ido todos los que coincidimos con él en algún momento de la vida, entonces el tío Jorge habrá desaparecido por completo. Como se ve, los años nos matan más de una vez. 

Entonces creo que no es tan importante si no entiendo o entiendo a medias todas las memorias personales de Annie Ernaux. Su punto me queda claro cuando hago un repaso de mis propias memorias, mis personas y mis lugares. Tengo mis libros, mis películas y mis canciones, tengo las palabras clave que solo entendemos en mi círculo familiar o con la colochita, porque se basan en alguna anécdota compartida solo entre nosotros. Y tengo además, como dice la canción de Fito Paez, "recuerdos que no voy a borrar, personas que no voy a olvidar, aromas que me quiero llevar y silencios que prefiero callar". Eso es algo que a nuestra propia manera particular todos tenemos, queremos o añoramos… las cosas que revisten un gran significado y una gran importancia solo para nosotros, los años que recordamos. Dicho sea de paso, ¡qué buen título eligió esta señora para su libro! “Los años” es simple, corto y abarcativo.

En fin, considero que la señora Ernaux tiene mucha razón cuando dice que "todo se borrará en un segundo, que el diccionario acumulado de la cuna hasta el lecho de muerte se eliminará, que en las conversaciones en torno a una mesa familiar seremos tan solo un nombre, cada vez más sin rostro, hasta desaparecer en la masa anónima de una generación remota". 

Dicho esto, si bastó con un 20% de la lectura para generarme tantas evocaciones, recuerdos y reflexiones, para mí Los años ya es un éxito rotundo. 

La memoria colectiva a la luz de la historia personal

La Academia Sueca le otorgó el Premio Nobel de Literatura a Annie Ernaux por "el coraje y la agudeza clínica con la que descubre las raíces, los extrañamientos y las restricciones colectivas de la memoria personal". Algo de eso hay, sin duda.

Me parece que sus memorias personales se vuelven colectivas (y adquieren ese tinte comunitario propio de quienes comparten país, idioma, historia y costumbres) justo cuando se vuelven tema de conversación, cuando son tópicos de actualidad o cuando remiten a recuerdos compartidos. Entran ahí las narraciones de guerras pasadas, las discusiones sobre política, los orígenes, los parentescos, las tendencias y modas, las formas de hablar de cada generación, los inventos y enseres que se instalaron en la rutina de una época, el entretenimiento y la cultura que se producía y consumía, etc.

Si bien el libro puede parecer confuso en un primer momento, está repleto de párrafos que son verdaderas joyas. A medida que avancé en la lectura, fui confirmando lo que ya se avistaba desde las primeras páginas: la señora Ernaux es una cronista formidable, capaz de contar los cambios políticos y sociales, los adelantos tecnológicos y las transformaciones en la vida y las costumbres, pero despojandolos de la sensación de impersonalidad y lejanía que se experimenta cuando todos esos acontecimientos son leídos en el periodico. Me gusta la manera en que relativiza la importancia del asesinato de Kennedy y la muerte de Marilyn Monroe al contarnos su propio drama personal: “hace ocho semanas que no le viene la regla”. Ese tipo de cruce, el de los momentos de la vida de la nación y del mundo con el de las vivencias personales y las percepciones íntimas del individuo, hacen de la lectura una experiencia mucho más rica y cercana. 

La llegada de la autora a la edad adulta, con otras responsabilidades y otro orden de prioridades, viene acompañada de interesantes reflexiones. “En los momentos familiares se siente, no se piensa”. Los verdaderos pensamientos no tienen que ver con la manera en que la gente habla o se viste, ni los asuntos políticos mundiales, sino las cuestiones sobre sí misma, el ser, el tener y la existencia, llegar a ese momento en la vida donde el pasado es más protagonista que el futuro. Aparece el desencuentro entre las nuevas ideas feministas y la imposibilidad de llevar a la práctica en el hogar lo que se defendía tan fervientemente en otra parte. Se evidencia la real tragedia del momento de enterarse que solo se tiene una vida, que se va entre los dedos con una fugacidad pasmosa. Es inevitable percibir ese punto en que empieza a dejar el rol del quijote para otros, pues “al final el poder siempre reprime las revueltas”. Sin embargo, a la vez se descubre una visión más global, más interesada en lo que pasa en otras partes del mundo, Chile, Cuba, Vietnam o Checoslovaquia, la sensación de un antes y un después de los movimientos sociales del 68.

Ahí, sin embargo, encuentro algún punto de desacuerdo con la señora Ernaux, sobre todo con ese sentimiento antiestadounidense que la impele a decir que “el día de la caída de Saigón, nos dábamos cuenta de que nunca habíamos creído posible una derrota de los americanos. Por fin pagaban por el napalm, por la niñita corriendo por un arrozal cuyo póster adornaba nuestras paredes. Sentíamos la alegría y el cansancio de las cosas por fin cumplidas.” Como oriundo de un país que también vivió una terrible guerra en la que hubo una marcada injerencia de las dos potencias mundiales imperantes, puedo entender y suscribir algunas de sus palabras, pero siento que pierden peso moral cuando vienen de una ciudadana de la Francia que también colonizó Vietnam. Desde 1858, los franceses explotaron los recursos del país para su propio beneficio y formaron una élite de vietnamitas educados que adoptaron la cultura francesa y se convirtieron en colaboradores del gobierno colonial, mientras la mayoría de los vietnamitas vivían en la pobreza. La guerra por la independencia de Vietnam abarcó desde 1946 hasta 1954 y quitó la vida a más de 400,000 vietnamitas. Francia empleó armamento moderno, en tanto que los vietnamitas libraron una guerra prolongada de guerrillas y tácticas de emboscada. Luego de perder la Batalla decisiva en Dien Bien Phu, los franceses se fueron de Vietnam en 1954, tan derrotados como los estadounidenses que abandonaron el mismo país asiático dos décadas después.

La intersección de sus años y los míos

Llegando al punto donde la autora ha cubierto casi cuatro décadas llenas de todas esas memorias y reflexiones, fui sintiendo que su libro era cada vez menos suyo y cada vez más universal, en la medida en que se iba acercando a los años que yo mismo he vivido y puedo entender mejor, ese momento en que mi generación salió por fin en algún rincón de la foto. La Francia de la década de los ochenta también me resulta un poco más familiar. 

Amén de mi afición por la radio, de mis horas frente a aquella incipiente televisión de tres canales y de mi religiosa lectura de los dos periódicos de mayor circulación en El Salvador en aquella época (una rutina que inicié a los seis años y que mantuve durante dos décadas), tengo recuerdos de los goles de Pasarella y Luque para la victoria de Argentina sobre la Francia de Platini en el Mundial 78, del triunfo electoral del socialista Francois Mitterrand en 1981, del lanzamiento del álbum Les Chants Magnétiques de Jean-Michel Jarre aquel mismo año, de la dura derrota de la selección argentina de fútbol frente al equipo brasileño en la segunda fase de la Copa Mundial de España 82 (aunque a todas luces menos dura y humillante que la espantosa y aún insuperable goleada de dos dígitos que el equipo húngaro le propinó al salvadoreño en aquel mismo torneo). Recuerdo con claridad la noticia de la identificación del VIH por el virólogo galo Luc Antoine Montagnier en 1983, la impactante explosión del transbordador espacial Challenger en enero de 1986, el terrible terremoto de aquel octubre y la consagración de Diego Armando Maradona en el inolvidable Mundial de México. Los mismos ochentas y noventas que fueron de Mitterrand a Chirac y de Platini a Zidane, fueron mis años de aprendizaje y descubrimiento, del paso de la niñez a la adolescencia y a la edad adulta, de los días de fútbol en el Cafetalón o el Oratorio, de mis constantes fugas de la escuela al cine, de las huidas de los camiones de reclutamiento del ejército, de las canciones que emanaban de ese mágico artefacto, el walkman, “la música que penetraba por primera vez en el cuerpo, que nos permitía vivir en ella, aislados del mundo”. Aquellos años incluirían mi primera guitarra, mi primera computadora, mi primera novia y mi primer funeral, esa dolorosa estocada con que daba comienzo una triste seguidilla de decesos, una crónica lógica y anunciada en aquella familia llena de viejos a la que tuve el privilegio de arribar como el primero de los nietos. 

1990 comenzó con el eco de los dramáticos cambios en Europa del Este: la perestroika, la glasnost, el fin de la Guerra Fría y el derribo del Muro de Berlín, históricos momentos a los que la agrupación alemana Scorpions les puso banda sonora con su éxito The Wind of Change. En julio de 1991 presencié el impresionante eclipse total de sol, un acontecimiento que en mi caso marcó el fin de la adolescencia y el inicio de la vida adulta; solo dos semanas después entré al mundo de los laburantes asalariados. Los noventa marcaron grandes cambios sociales también en El Salvador. Los acuerdos de paz de 1992 pusieron fin al conflicto bélico que dejó decenas de miles de muertos y desaparecidos, un país empobrecido y una sociedad traumatizada por la violencia, pero con enormes expectativas de cara al futuro. A mitad de la década llegó la privatización de las comunicaciones y del sistema de pensiones, los bancos adjudicaban tarjetas de crédito a diestra y siniestra, los centros comerciales proliferaban por todas partes y la gente derrochaba en ellos la plata que recibía en las remesas familiares; la sociedad de consumo estaba plenamente instalada. La polarización política evidenciaba que los dos bandos que habían sido incapaces de prevalecer sobre el otro durante la guerra, seguían contrapuestos e irreconciliables en la vida civil, ahora equiparados en poderío electoral. 

El internet irrumpió en nuestras vidas y mi vieja Compaq Presario accedía por primera vez al ciberespacio de la mano del nostálgico ruido del modem al establecer conexión. Luego vino el boom de los teléfonos celulares. El mundo había comenzado a cambiar de manera brutal y acelerada, como solo ocurre con la llegada de inventos relacionados con el transporte y las comunicaciones. ¡Cuánto concuerdo con la señora Ernaux cuando dice que “de todos los objetos nuevos el teléfono móvil era el más milagroso, el más perturbador. Nunca habríamos podido imaginar andar paseándonos un día con un teléfono en el bolsillo, llamar desde cualquier sitio a cualquier hora. Nos parecía raro ver a gente hablando sola por la calle, con el teléfono pegado a la oreja. Cuando se alzaba a nuestro lado la voz de un desconocido contestando a una llamada, nos enfadábamos al vemos cautivos de una existencia que consideraba nula la nuestra infligiéndonos la insignificancia de su cotidianeidad, la banalidad de unas preocupaciones y unos deseos que hasta ahora estaban encerrados en la cabina telefónica o en la casa”.

Lejos de la comida, la música y los abrazos de año nuevo, la madrugada del 1 de enero del 2000 me encontró en el centro de cómputo de la compañía en que laboraba en aquellos años, verificando que todos los POS que enviaban información transaccional desde una multitud de comercios asociados actualizaran un firmware para corregir cualquier fallo asociado al Y2K. El problema denominado Y2K se refería al hecho de que muchos programas y sistemas informáticos guardaban el valor del año utilizando solo los dos últimos dígitos (por ejemplo, “99” para 1999). Esto se hizo originalmente para ahorrar espacio de almacenamiento y costo de procesamiento cuando la memoria y los recursos eran más limitados, pero planteó la posibilidad de que al pasar al año 2000, los sistemas informáticos interpretaran el “00” como 1900 en lugar de 2000, lo que podría generar fallos en cascada y disrupciones en diversas áreas, como servicios financieros, transporte, energía y comunicaciones. Ergo, el Y2K era un error de programación y no un virus, cómo se tradujo erróneamente al español en la edición de Los años de Cabaret Voltaire: “Estábamos decepcionados. El virus informático anunciado era un engaño.” En el texto original en francés si se emplea el término correcto bug.

El 2001 fue un año con un inicio nefasto para los salvadoreños. La dolarización disfrazada de bimonetarismo provocó una notoria subida de precios, ocasionada en buena medida por los “redondeos” que (sin ninguna regulación gubernamental) empezaron a hacer los comerciantes formales e informales para evitarse las complicaciones de dar cambio empleando dos monedas, dólares y colones. Lo que costaba ₡‎1.00 subió a $0.25 (equivalente a ₡‎2.19, un 119% de incremento) y lo que antes se compraba con un billete de ₡‎5.00 ahora costaba $1.00 (equivalente a ₡‎8.75, un incremento del 75%). Por supuesto, los precios subieron pero los salarios siguieron igual. A la sacudida financiera le sucedieron dos destructivos terremotos en el lapso de un mes, dejando un saldo de más de un millar de muertos y severos daños en la infraestructura y la economía del país. Recuerdo que varios meses después, yo aún laboraba en un viejo edificio maltrecho que luego sería declarado inhabitable, cuando el mundo se quedó atónito al observar en directo el más grande ataque terrorista de la historia. Tal como dice la señora Ernaux, “el 11 de septiembre desalojaba todas las demás fechas que nos habían acompañado hasta entonces. De la misma forma que antes se decía «después de Auschwitz». decíamos ahora «después del 11 de septiembre», un día único. Aquí empezaba algo, no sabíamos qué. También el tiempo se mundializaba.” 

Por cierto, la señora Ernaux omite el dato, pero Francia participó activamente durante los 11 años siguientes en la operación de la OTAN que fue lanzada en respuesta a los ataques del 11 de septiembre.

El germen de su libro

En una suerte de ejercicio metaliterario, la señora Ernaux nos conmueve al hablar del proceso creativo de su libro, de la leitmotiv que la impele a escribirlo. Nos cuenta cómo la vejez va acompañada de la pérdida de la sensación de futuro y de la aparición de un devastador sentido de urgencia. Tiene miedo de olvidar los recuerdos de valor, de la posibilidad de que su memoria desaparezca antes de su propia desaparición, de morir más de una vez y antes de tiempo. “Al borrar las palabras, las imágenes, los objetos, a la gente, ella prefigura ya, si no la muerte, al menos el estado en que se encontrará un día, sumiéndose, como hacen los muy ancianos, en la contemplación (más o menos borrosa a causa de la «degeneración macular relacionada con la edad») de los árboles, de sus hijos y de sus nietos, despojada de toda cultura y de toda historia, la suya y la del mundo, o con Alzheimer, no sabiendo ni en qué día, ni en qué mes ni en qué estación estamos.” 

De ahí su afán de escribir, de dar forma (gracias a la escritura) a su ausencia futura. 

Sin ser tan viejo como ella, creo entender bien a la señora Ernaux. La pandemia que puso al mundo entero frente al espejo de la muerte nos hizo ver con claridad lo fugaz y vulnerable de nuestras vidas, a entender que nuestra extinción es una certeza y que a esa condena le importa un comino si hacemos cuentas alegres o tenemos planes de morir muy viejos y satisfechos de años. Todo eso me provocó una fuerte sensación de desazón y urgencia, ante la enorme posibilidad de que ese libro por escribir en los años de retiro quizá nunca se escriba. 

Hace cuatro décadas, el niño que una vez fui, se quedó maravillado ante la extraordinaria historia en la que Alex Haley recorre la vida de siete generaciones de sus ancestros en su libro Roots (Raices). Desde aquellos días comencé a acribillar a preguntas a los más viejos de mi familia, intentando que ellos me contaran sobre los más viejos que a su vez ellos recordaban, hasta recopilar una larga lista de nombres y lugares por investigar y reconstruir. No hace falta decir que mis antepasados no son gente famosa ni extraordinaria. Es muy difícil que sus nombres trasciendan en el tiempo más allá de la desaparición de los familiares y amigos que les sobrevivan y recuerden. Y en eso no se distinguen de la inmensa mayoría de las personas que viven hoy o que han vivido en cualquier tiempo. ¿No fueron anónimos casi todos los que pelearon en cada guerra registrada, los vencedores y los vencidos, los sobrevivientes y los caídos? Y a pesar de ello, cada persona anónima para la historia recibió un nombre que reviste o debería revestir alguna importancia para sus descendientes. Se entenderá entonces que escribir nuestros recuerdos no pasa de ser un intento febril y desesperado por dilatar la inexorable ejecución de la condena de la desaparición, un grito entre millones de gritos, un angustioso pataleo en las profundidades. 

Para la señora Ernaux, escribir todos esos recuerdos es afianzarlos, equivale a “captar esa duración que constituye su paso por la tierra en una época determinada, ese tiempo que la ha atravesado, ese mundo que ella ha grabado, solo con vivir.” En una suerte de biografía del "nosotros" más bien que del "yo", donde la sociedad de un lugar y de un tiempo es la suma de todos sus individuos, y donde el individuo es cabo y resumen de todos sus antepasados, la señora Ernaux escribió “Los años” tratando de “captar la luz que baña rostros ya invisibles, manteles cargados de comida desvanecida, esa luz que estaba ya ahí en los relatos de los domingos de infancia y que no ha dejado de posarse sobre las cosas vividas inmediatamente, una luz anterior.”

El remate es uno de los mejores que he leído, la conclusión es clara. Es preciso escribir para salvar y para salvarse. La palabra escrita es un instrumento para “salvar algo del tiempo en el que ya no estaremos nunca más".

Quizá alguna vez, en otro tiempo remoto, algún lector como nosotros, rescate nuestros recuerdos de las profundidades del olvido. 

Henry Andino 18 de mayo de 2023
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