La llegada del mes de septiembre nos presentó una nueva oportunidad para leer y comentar como grupo la producción literaria salvadoreña. En esta ocasión tuvimos dos lecturas, publicadas con unos sesenta y dos años de diferencia entre una y la otra. Es así como viajamos a inicios de la segunda mitad del siglo XX para repasar la obra de Hugo Lindo, y regresamos al presente para encontrarnos con El infierno heredado de Felipe Garcia, uno de los finalistas del Premio Hugo Lindo de Novela 2021.
A lo largo de sus doscientas veinte páginas divididas en cinco partes, el autor de El infierno heredado alterna entre dos historias paralelas. La primera es la historia de Marta, madre soltera y pilar económico de una familia disfuncional que completan su madre y su hija adolescente. La segunda es la de Memo y Juancho, dos jóvenes vagos, viciosos y problemáticos, nietos de Berta, quien labora como cocinera en la Casa de las Águilas. Marta busca resolver sus dificultades económicas trabajando como empleada doméstica en esa misma casa, la cual pertenece a la familia Aguilar, apellido con que se encubre al clan Guirola, una de las familias con mayor poder económico e influencia política y social en aquella época. Como bien sabemos, todavía al sol de hoy la sola mención de ese apellido evoca cualquier cantidad de mitos y leyendas populares que asocian su gran fortuna a un pacto diabólico, y eso es precisamente lo que en este relato ficticio motiva a los ambiciosos Juancho y Memo a llevar a cabo su propio “pacto” para disfrutar de sus supuestos beneficios.
El hecho de que este servidor sea tecleño y que El infierno heredado sea un libro ambientado en la ciudad de Santa Tecla de principios del siglo XX, me había generado grandes expectativas sobre esta lectura. Hay que reconocer que las expectativas son primas hermanas de los prejuicios, y tenerlas puede no ser del todo bueno para llegar a un libro con la mente abierta y los sentidos atentos. El autor puede elegir contarnos una historia diferente de la que esperamos, proponiendo una visión y un enfoque del lugar donde la ubica, que pudiera variar mucho de las imágenes que ya están instaladas en la mente del lector. También ocurre que la literatura puede transgredir los límites de lo real y expandirse en el amplio mundo de lo ficticio. Y si esa libertad lleva al autor a mantener un coqueteo con la mención de fechas, lugares y acontecimientos históricos precisos, que sin embargo tuerce un poco para ponerlos al servicio de la ficción de su imaginario, el texto puede chocar de frente con los constructos de quienes esperamos que la novela tenga un mayor apego a la realidad que conocemos y a los recuerdos que atesoramos. Y eso fue precisamente lo que condicionó mi abordaje del libro y afectó mi experiencia al leerlo.
A juzgar por el desarrollo de la narración, queda claro que estamos ante un libro de ficción y no una novela histórica. La referencia a la ciudad de Santa Tecla y al año 1905, y la mención de lugares como la Casa de las Águilas, el parque San Martín, el Boquerón, San Salvador, Zacatecoluca o Izalco, son de las pocas anclas a tiempo y lugar que encontraremos en ambas narraciones. En mi opinión, la ciudad de Santa Tecla queda tan poco perfilada que para fines prácticos bien podría ser cualquier otra. También es mi impresión que la escueta descripción de la mansión y sus espacios carece del peso que esta ameritaba, ya que no se la describe con suficiencia, ni por fuera (como la veían los habitantes de la ciudad) ni por dentro (como bien podía haberlo detallado durante el recorrido que la señora de la casa hace a Marta al contratarla). Haciendo un breve repaso se me vienen a la mente algunas referencias de casas-personaje en libros leídos previamente en el club (con todo lo que sus elementos descriptivos aportaron a la narración en sus respectivos casos): La mansión “Manderley” en Rebeca de Daphne du Maurier, el castillo de Medellín en El mundo de afuera de Jorge Franco, la propiedad “El Ciento de Sutpen” en ¡Absalón, Absalón! de William Faulkner y la casa Usher en el relato de Edgar Allan Poe, entre otros.
Hago acá una advertencia de spoiler, pues algunos de mis comentarios pueden resultar demasiado reveladores sobre la historia y sus personajes.
La línea narrativa en tiempo presente (pues hay anidados algunos relatos de tiempo pasado), transcurre en un lapso no mayor a un semestre, comenzando en 1905 sin especificarse el mes. Sin embargo, la mención de que está lloviendo cuando Sofi desaparece, como se lee en el prólogo, y que unas semanas después hubo una fuerte tormenta (la mayor desde que el invierno había comenzado un mes atrás), hace pensar que el inicio de la novela coincide con la llegada del invierno (finales de abril o principios de mayo) y se extiende por unos cinco meses más, dado que en las últimas páginas se menciona a Marta cruzando el parque San Martín mientras soplan los recién llegados vientos de octubre.
Justamente esa ubicación temporal en la ciudad de Santa Tecla en 1905, es lo que detona mis incomodidades, pues da pie a varias imprecisiones históricas. Estoy claro que El infierno heredado no es ni pretende ser una novela histórica, pero me parece que establecer una fecha conlleva la responsabilidad de mantener en un relato, así sea de ficción, cierta coherencia con la época. Para poner un ejemplo exagerado, a no ser que se trate de un relato de fantasía o de ciencia ficción, no esperamos que se hable de aviones en una historia de gladiadores en el Imperio Romano, sin importar si los personajes y los acontecimientos narrados son ficticios. Cuando esto no se cumple, bien sea por licencias deliberadas del autor o por investigación insuficiente, los maníacos de la precisión espacio-temporal dejamos de fluir con la narración, habiendo preferido que el autor hubiese recurrido al fácil camino de ubicar su relato “en algún lugar lejano, hace mucho, mucho tiempo”. En este caso, la Casa de las Águilas (donde residen los Aguilar y se desarrolla la trama) fue terminada en 1913, ocho años después del presente del relato. En el libro también se lee que “Manuel, su hijo menor, había fallecido en batalla durante la Guerra del Totoposte, tan solo tres años atrás”, lo cual nos lleva a 1902, y más adelante Berta narra que “a él lo mataron en la guerra esta con Guatemala. Hará unos seis años de eso”, lo que apunta a 1899. El equivalente real del personaje de Manuel, Jorge Adalberto Guirola Duke, murió en batalla el 14 de julio de 1906. Luego, durante su narración del tiempo que lleva trabajando para los Aguilar, Berta habla de “cuando todavía nos llamábamos Nueva San Salvador y no Santa Tecla. Eso fue… ya hace como treinta años”, lo que ubica ese evento en 1875. En cambio los registros históricos revelan que la ciudad nació llamándose Nueva San Salvador en 1854 y se renombró oficialmente como Santa Tecla recién en enero de 2004. Otro anacronismo es que también se menciona en repetidas ocasiones que Memo y Juancho bebían cerveza y que en el prostíbulo del Boquerón la Lupe vendía botellas de cerveza que traía cada lunes de la ciudad. Esto es poco probable, ya que la primera cervecería de El Salvador, la Meza Ayau (que en 1928 se convirtió en Industrias La Constancia), inició su producción en la ciudad de Santa Ana en diciembre de 1906. El primer café bar capitalino que servía cerveza fue el Lutecia, que en su época de oro era un lugar muy exclusivo ubicado entre la 2a avenida norte y 1a calle oriente en San Salvador. Ahí se reunían personas de alto estrato social para compartir bebidas y conversación. Con los años el café bar Lutecia se volvió más popular, dando cabida a gente de clase media. Sin embargo, lo más común en aquellos tiempos era que las personas de baja condición social y económica bebieran chicha y chaparro en las zonas rurales, y aguardiente dispensado en los expendios o cantinas ubicados en los barrios bajos de la ciudad. Esta es una realidad que no cambió en el país por muchas décadas.
En cuanto al estilo narrativo, me parece que el escritor es bastante ágil y directo, no abunda en descripciones de personas ni lugares. Los personajes van siendo descubiertos por los diálogos en que intervienen y por las acciones que realizan, así como por algunas evocaciones de su narrador omnisciente. En este apartado debo confesar que no me gustaron mucho los diálogos, especialmente aquellos en que intervienen Juancho, Memo y Pedro. Aclaro que no tengo problema en encontrar personajes que hablen de forma grosera, de hecho considero que es un recurso que puede servir en gran manera para dejarlos mejor perfilados. Mi disgusto se debe a que el vocabulario y las formas empleadas por estos muchachos también me resultan anacrónicos, no correspondientes con la época representada. Adicionalmente, prefiero que el narrador omnisciente no abandone el tono neutro y desafectado que habitualmente lo eleva por sobre los personajes, y reserve para estos últimos, cuando aplique, un lenguaje más licencioso. Esto, claro está, es una cosa muy mía, gusto personal.
Por supuesto, creo que caeríamos en un grave error si elevamos la manera de ser y hablar del salvadoreño, su identidad nacional, a la categoría de única e inamovible. Quienes ya vivimos algunas décadas podemos dar fe de los cambios en las costumbres, el habla y el trato que rigen la manera de interactuar y comunicarse en los diferentes círculos en cada generación, que van desde la adopción de nuevas expresiones y modismos, hasta algunas leves variantes en la entonación. Basta con que escuchemos grabaciones de viejos programas y cuñas radiales y televisivas para darnos cuenta de lo distinto que sonaban los salvadoreños de otros tiempos. Y si bien es cierto que no contamos con grabaciones que den fe de la manera exacta de hablar de nuestra gente en 1905, puede ser útil remitirnos a los diálogos entre personajes de la literatura salvadoreña de la época. Excluyo en esta búsqueda los cuentos y piezas teatrales de Francisco Gavidia, que si bien coinciden en tiempo, se decantan por un lenguaje más propio de las clases sociales más cultas. En cambio, El libro del trópico de Arturo Ambrogi, publicado originalmente en 1915, es una referencia bastante apropiada por su proximidad temporal y por la capa social de sus personajes. El relato La Sacadera, donde aparecen Guzmán, Chomo y otros contrabandistas, quizá resulte ser una buena muestra, pues al igual que en las caracterizaciones de Juancho y Memo, no estamos hablando de mansas palomas. Y aun cuando en sus narraciones costumbristas, Ambrogi suele poner en boca de sus personajes ese lenguaje tan propio de la campiña salvadoreña, ese modo de hablar nunca ha sido demasiado distinto del que se usa en algunas capas sociales en las zonas urbanas, especialmente entre la gente del campo que en todas las generaciones ha emigrado a las ciudades y cumple ahí oficios diversos y tareas de servicio; pero sí me parece que representa una notable diferencia con respecto al tono y las palabras noventeras y posteriores que Juancho y Memo emplean en El infierno heredado.
A medida que avanzaba en la lectura traté de ir renunciando a mis expectativas iniciales y acomodando mi actitud y mis sentidos al enfoque propuesto en la novela. Está claro que el autor no estaba interesado en hacernos una semblanza pintoresca y nostálgica de la vieja Santa Tecla. En cambio nos entrega un relato que me resulta difícilmente clasificable. Se ancla en una leyenda, la nutre de elementos del cuento de misterio, se asoma a la novela negra, da paso a momentos de verdadero gore, y termina en algo que pudiera entenderse como un intento de denuncia social, pero sin llegar a consolidarse en ninguna de esas facetas. Hay ciertos elementos psicológicos en El infierno heredado, que se evidencian en algunos personajes, donde se nos muestra cómo sus frustraciones, pérdidas y tragedias personales condicionan su percepción de los demás, desequilibran sus pensamientos y emociones y alimentan en ellos el germen del resentimiento, la venganza o la maldad pura. El abordaje de temas como la repetición de los mismos errores en cada generación de un grupo familiar, el abismo que separa las realidades de las clases privilegiadas con respecto a los sectores más desposeídos y los males sociales producidos por el abandono al que algunos individuos son sometidos a causa de la dinámica disfuncional de sus familias, donde el afán por conseguir el sustento se antepone a la crianza y el acompañamiento de niños y jóvenes en su desarrollo; constituyen la parte social del relato, algo que tiene validez y vigencia sin importar si estamos en 1905, 1932, 1979, 1992 o 2023.
Quizá la imagen de una ciudad gris y peligrosa de la que todo el mundo quiere irse por temor a las desapariciones, no le haga justicia a la verdadera historia de Santa Tecla ni le caiga en gracia a muchos tecleños, pero creo entender la intención del autor de construir con su relato de principios del siglo pasado una metáfora del país que se avecinaba décadas más tarde, el de las desapariciones por la agitación sociopolítica del último cuarto del siglo XX, o como producto de la violencia pandilleril de la posguerra y del nuevo milenio, o bien a causa de la ineficacia e indiferencia del Estado en tiempos más recientes, en que se niega las desapariciones o se les sepulta bajo el aluvión de desinformación generada por todo su aparataje propagandístico. Enhorabuena por el libro que, valiéndose de lo real o lo ficticio, nos provoque hurgar en nuestra memoria y nos mueva a analizar nuestras realidades pasadas y presentes con la finalidad de corregir nuestro futuro.
Agradezco a Marlon por la propuesta de leer El infierno heredado (que nos da un pulso de la producción literaria en la actualidad en El Salvador), por su amable gestión para conseguir los ejemplares, por la bien documentada entrada que escribió en el blog del club para introducirlo, y por su moderación en las dos reuniones en que lo hemos comentado. ¡Atentos porque habrá un conversatorio con el autor!
El infierno heredado | Comentario personal