Ya era la víspera del mes de julio, pero mi calendario seguía fijo en abril. El funeral de mi padre tuvo lugar a principios de mayo, y sin embargo el tiempo inmisericorde siguió su marcha, inexorable como la infinidad de cambios grandes y pequeños que se construyen a fuerza de días. Yo, en cambio, me resistía a pasar la página. En mi cabeza invadida por el humo de la confusión, repicaban los versos de W. H. Auden: “Ya no deseo las estrellas: apáguenlas todas; llévense la luna y desmantelen el sol; tiren el mar por el desagüe y talen los bosques, porque ya nunca nada volverá a ser bueno”. Los libros, la música, el fútbol, la comida y hasta las personas; todo lo que antes disfrutaba ahora me parecía ruidoso, molesto, insípido e insatisfactorio. Las noches de desvelo eran una escalera interminable de minutos que debía transitar lentamente y con gran dificultad, seguidas de largas jornadas que transcurrían sin que yo tuviese plena conciencia, bajo la espesa niebla de una mente abrumada y superada por los acontecimientos.
Ante la recién asumida condición de huérfano de padre, y sin importar cuán viejo soy ni cuanto he recorrido en la vida, fue inevitable sentirme como un hombrecillo pequeño y miserable, perdido en un mundo descomunal e incomprensible. Paradójicamente, también el corazón de una criatura minúscula, cuando es aplastado por la pérdida y el desarraigo, es capaz de experimentar un dolor inmenso como el mundo. El ánimo alternaba entre la tristeza, la desolación, el enojo, la angustia, la desesperación y la culpa. La culpa, sí, porque cuando de modo autómata uno vuelve a la rutina y se descubre a sí mismo haciendo lo de siempre, de inmediato siente que no debería seguir, que algo no está bien, que no es posible que uno también deje atrás a su ser querido como sí lo hará, inevitablemente, el resto del mundo. Mi calendario debía detenerse en abril, evitar ese futuro nefasto de dolor y ausencia y estacionarse indefinidamente en ese tiempo en que mi viejo todavía estaba conmigo.
Pasaron dos meses y no hice ni el menor intento por leer una sola página de los libros programados en nuestro club. La lectura puede ser un refugio en momentos difíciles, no lo dudo, pero también es innegable que a veces no existe lugar en el mundo donde un espíritu quebrantado pueda encontrar siquiera sosiego, mucho menos placer. Con la muerte de nuestros seres queridos fundamentales, uno también se muere un poco. Es preciso soltarse, vivir el duelo como corresponde, aprender a dejarlos ir y someterse al parsimonioso proceso curativo del tiempo. Solo así es posible volver de entre los muertos para seguir viviendo la vida que nos queda.
La noche del 30 de junio cené temprano, leí que el Huracán Beryl se encargaría de hacer que nos lloviera sobre mojado, y vi sin mucho entusiasmo el resumen de los partidos de la jornada de la UEFA Euro y de la Copa América. Toda mi vida vi y comenté el fútbol con mi viejo, ¿a quién llamaría ahora al final de un partido de nuestro equipo para externar opiniones sobre el juego y compartir alegrías o frustraciones por el resultado? Opté por sentarme frente a la computadora para cumplir a tiempo con la tarea de redactar la newsletter del primer libro de julio. Fue ahí cuando observé en mi escritorio el calendario del Club de la Buena Estrella, estático y levemente polvoso, señalando en silencio la auténtica odisea que había sido el mes de abril. Todavía no encontré valor para pasar la página.
Completé la newsletter de Las cuatro estaciones de Ana Blandiana y envié el correo. Cargué el libro de la célebre autora rumana en el kindle y comencé a leer, en un principio de manera mecánica, hasta que el anquilosamiento de los sentidos comenzó a ceder frente al interés creciente en que me sumergía su estilo decidido y enérgico. Sé bien que Ana Blandiana es conocida por su resistencia y disidencia durante el régimen comunista en Rumanía, lo que seguramente permea su visión del mundo y, muy probablemente, su obra literaria. También entiendo que aun cuando nuestro primer libro de julio se centra principalmente en la exploración de temas universales y en una introspección personal, es muy factible y bastante lógico encontrar elementos políticos implícitos en la obra. Sin embargo, considero que su crítica velada, metafórica y sutil no siempre me resulta suficientemente clara, y me parece que ese tipo de hallazgos e interpretaciones en sus escritos puede estar supeditado a nuestros propios prejuicios como lectores y a la predisposición que nos crean los motivos e intenciones que a ella le atribuyen múltiples voces del ámbito literario. Sin el más mínimo afán por restar méritos a sus versos, meditar en este asunto me ha hecho revalorizar la crítica mucho más frontal y directa de la poesía revolucionaria latinoamericana de autores como Juana Bignozzi, Francisco Urondo, Heberto Padilla y Roque Dalton.
Nunca nadie lee el mismo libro, por supuesto. Nuestras impresiones, interpretaciones y conclusiones sobre un texto, siempre se verán determinadas y filtradas por el lente de nuestra propia formación y experiencia, amén del momento que estemos pasando durante su lectura. Y del mismo modo subjetivo en que algunos vieron disidencia y protesta, yo descubrí algunas frases lanzadas al viento que a nivel personal sentí como providencialmente dirigidas. Dicho esto, en mi humilde opinión, Las cuatro estaciones es en esencia una colección de relatos llenos de metáforas, símiles y elementos oníricos que representan el ciclo de la vida. La voz narrativa en primera persona es profundamente reflexiva y pasional a la vez. Como resultado de las claras inclinaciones poéticas de la autora, sus relatos abundan en palabras y oraciones construidas con gran musicalidad y notoria maestría en el uso del lenguaje. No pocas veces uno experimenta una fuerte sacudida con alguna de sus frases, una prueba inequívoca de que la belleza también puede ser contundente. En definitiva, Las cuatro estaciones es prosa poética.
"La capilla con mariposas", el primero de los relatos, me atrapó con la reflexión de la protagonista narradora sobre sus limitaciones para captar lo que ocurre a su alrededor y almacenarlo en su memoria. En general no suele recordar nada. Solo pocas veces ocurre una suerte de alineación de sus sentidos con su entorno, una explosión de atención y sensorialidad que le permite asimilar cada detalle hasta imprimirlo de forma indeleble en sus recuerdos. Dado que estos momentos coloridos, intensos y vívidos se presentan de manera muy esporádica y fugaz en su existencia generalmente gris y apagada, le aterroriza llegar a la conclusión de que ha vivido de verdad apenas unas veinte o treinta horas. Precisamente en uno de esos episodios de lucidez superlativa en que la narradora expresa lo que vivió, no pude evitar el eco resonante de sus palabras de invierno en mis recientes experiencias.
Había pasado por emociones tan contradictorias en las últimas horas —¿o días?— que mi alma se negaba a reaccionar. Quería dormir, y no pensaba que esta necesidad de dormir fuera la prueba de que no había dormido, y que, por tanto, no había soñado, hasta entonces. Al fin y al cabo no habría sido tan seguro. Hay mañanas en las que te levantas más cansado que cuando te fuiste a la cama. Lo que sabía con seguridad es que —sueño o realidad— lo que había vivido se iba a quedar grabado irremediablemente en mi memoria sin poder olvidarlo, y que hasta el final de mis días iba a llevar el peso de estos sucesos.
Más adelante, en "Queridos espantapájaros", su relato de primavera, encontré otro fragmento que me resultó especialmente remarcable por ser una clara alusión a la vida que se abre paso y renace en una nueva estación floral a partir de las cosas que perecieron en el invierno que le antecede.
Creo que envidiaba al viejo vencido, porque, mientras yo solo tenía la engañosa sensación de que mi sangre fluía a la tierra a través de las plantas de los pies, la suya, helada solo durante un instante, se lanzaría por los caminos maravillosos de las transformaciones naturales y fluiría por entre las piedras, arrastrada por la lluvia y purificada por los tallos de las plantas hacia otros florecimientos más felices.
Hacia el tercer relato, "La ciudad derretida", la narradora se adentra en el verano, esa cálida época en que los individuos se sienten impelidos a volverse uno con el mar, quizá como una representación de la acuosidad del tiempo al que pertenecemos, donde nuestra vida es solo un instante que se asemeja a una ola; o acaso como la metáfora perfecta del sometimiento bajo una entidad de naturaleza infinitamente superior que nos resulta desconocida, inabarcable, poderosa e inspiradora.
El mar no me fascina por su infinitud —su majestuosidad, su fuerza y todas esas metáforas y símbolos que adornan con encajes de espuma su rostro insondable—, sino por su capacidad de transformarme en un cuerpo eminentemente vivo, atento, que atraviesa el tiempo. Tal vez esa sensación profunda de felicidad proviene de la intuición de que existe un sentido superior, una fuerza más alta cuya última e insignificante manifestación es esta destreza mágica de hacer que las puntas de mis nervios exacerbados entren en resonancia y vibren plena e intensamente. Quizás la existencia escondida de una razón ilimitada, cuyo símbolo —¿por qué no?— es esa extensión sin fronteras de las aguas.
El relato final, "Recuerdos de infancia", es una magistral metáfora del otoño, la nostálgica estación de la caída de las hojas, que en este caso no se refiere de modo literal a las que se desprenden de los árboles sino a las hojas arrancadas y quemadas de sus propios libros. Quizá esta sea la más clara de las alusiones a la censura y a la pérdida de libertades que encontré en el libro, pero de nuevo el caprichoso viento otoñal llevó mis sentidos en otra dirección.
En el momento en que mi padre salió de la habitación, todas aquellas sensaciones de las últimas horas, que me habían hecho crecer sin saberlo, y que probablemente me expulsaron para siempre de la infancia, me hicieron irrumpir en un llanto prolongado, infantil, en un grito sin fin, fundido con el olor a papel quemado de la habitación fría de nuevo, debajo de aquellos dos paisajes irrelevantes, caídos de repente en la prehistoria, pero que dejaban en el presente una estela enriquecida de inquietudes absurdas.
Si, la prosa poética de Ana Blandiana me hizo múltiples guiños inesperados en cada una es sus estaciones. Pero el mes de julio traía más. Nuestra segunda lectura en la viñeta de Literatura rumana, La madriguera dorada, ópera prima del filósofo Cătălin Partenie, me resultó igualmente evocadora. Como bien lo anticipaban las reseñas, se trata de una oda al poder redentor del arte y la música. Quizá La madriguera dorada no cuente con el alto quilataje literario de Las cuatro estaciones, pero es innegable que su historia fluida y cautivante, sus personajes tan variados como creíbles y los constantes chispazos de cultura, humor, filosofía y música con que sus protagonistas enfrentan o se evaden de la vida en un entorno asfixiante y opresivo, hacen de su lectura una experiencia fascinante y enriquecedora.
La música me gustó desde siempre, quizá desde aquella temprana edad en que mi madre descubrió el efecto hipnótico y tranquilizante que tenía en mí la radio que dejaba encendida a mi lado, mientras ella hacía los quehaceres de la casa. Más tarde las canciones se convertirían en un medio para expresarme, en un escape de la realidad o en una forma de ponerle banda sonora a las cosas que me pasaban. Debo haber tenido la misma edad de Fane, el personaje narrador del libro, cuando obtuve mi primera guitarra acústica, un ejemplar bastante feo y ordinario del que me encariñé mucho, elaborado artesanalmente por algún reo en quién sabe cuál de los centros penitenciarios del país. Fue en ese precario instrumento, el cual requería una presión desmedida de los dedos sobre los trastes para sacar sonido de las cuerdas, donde aprendí las primeras notas y toqué de manera burda las canciones de mis bandas favoritas en aquella edad adolescente. Fane vivió esas experiencias en la Rumanía de los últimos tiempos de la dictadura de Nicolae Ceaucescu, más o menos la misma época en que mi generación vivió los años finales y recrudecidos de la guerra civil salvadoreña.
Si bien es cierto que la dictadura es un asunto muy presente en el libro, como es lógico tratándose del marco en que se desarrollan los acontecimientos, en realidad es un viaje donde se habla más de la vida entre canciones, vinilos, bandas, géneros, guitarras, baterías, altavoces, amplificadores y otros artefactos ligados al mundo de la música. Me parece que el tema principal es la rebeldía juvenil y la transición a la vida adulta, expresadas a través de la música. Está a la vista el pensamiento alternativo y desafiante de Paul con respecto a lo socialmente establecido, pero también creo identificar otras formas de rebeldía en el humor inteligente, irreverente y corrosivo de Dan, o en el discurso filosófico de Ham, que adiestra a Paul en el arte de usar el lenguaje para sortear los obstáculos que el régimen impone.
Retomando el caso puntual de Paul, que se convierte en una suerte de mentor y dechado para Fane, me generó mucha simpatía e identificación lo que representaba para él una canción de la banda británica Supertramp, a la que el libro alude en repetidas ocasiones sin llegar a mencionar su nombre. Creo que tampoco hace falta. Basta con que al referirse a ella se diga que “va sobre un tipo que no quiere convertirse en un intelectual” y que se mencione que “durante la pieza, el piano reverberaba de forma agradable, y Paul sopló un pequeño silbato de sirena al final”, para que quede claro que se refiere a The logical song, primer sencillo extraído del álbum de 1979 Breakfast in America. La letra de Roger Hodgson trata sobre la anulación del pensamiento alternativo y la individualidad por un sistema diseñado para programar a los individuos hasta convertirlos en un rebaño inocuo de peleles aceptables, respetables, presentables… unos auténticos vegetales; una sociedad en la que se debe mirar bien lo que se dice, so pena de ser llamado radical, liberal, fanático, criminal.
Paul menciona “la lógica” al menos nueve veces y me parece que no siempre para referirse literalmente a sus clases de materialismo y dialéctica en la universidad, sino en una velada alusión a The logical song. Es evidente que su letra marcó una influencia notoria en su filosofía de vida y tocarla se volvió un símbolo de su rebeldía. Tal es la fuerza que la canción ejerce por extensión en otros personajes del libro, que se dice que “ya no tocan nada de Supertramp” para referirse al momento de declive en que Paul es despedido de la banda y el resto de los músicos vuelve a tocar las viejas piezas inofensivas y huecas permitidas por el régimen.
No es muy difícil encontrar algunos elementos parecidos entre la Rumania del libro y la vida en El Salvador en aquel mismo tiempo. Está claro que política e ideológicamente los regímenes que nos gobernaban eran muy distintos, incluso antagónicos. Pero considero que, salvando las distancias, buena parte de los países de Europa del Este eran comparables con los del Tercer Mundo (particularmente los latinoamericanos), por sus economías precarias y por su estancamiento tecnológico. Pienso en las mil peripecias que pasé para conseguir mi primera guitarra y las que vinieron luego, y se me viene a la mente la Fender Stratocaster de segunda mano con una sola pastilla y sin amplificador que compró Fane, o la batería sin fundas de Paul. Los ingeniosos trucos y artilugios con que los jóvenes subsanaban sus carencias para entretenerse, pasarla bien y encontrar su identidad y su lugar en el mundo, no eran demasiado diferentes en ambos puntos del planeta. Al margen de quién nos gobernaba y cómo nos gobernaba, en cada país tuvimos nuestros propios villanos de distinto color e ideología. Las realidades sociopolíticas de nuestras naciones en aquel tiempo eran bastante parecidas, quizá no en métodos, pero sí en términos de resultados: jóvenes muertos, generaciones y generaciones desperdiciadas y un adoctrinamiento que polarizó nuestras sociedades por décadas sin que llegáramos a nada.
En general fue una buena lectura, con un ritmo narrativo ágil, fluido e interesante, con un buen desarrollo de los personajes y hartos elementos culturales, musicales y hasta humorísticos que sazonan la historia. Hubo algún sacudón inesperado y conmovedor hacia el final, cuando (ALERTA DE SPOILER) descubrimos que el libro es del género epistolar y que todo el tiempo estuvimos leyendo la carta en que un Fane adulto le está contando al hijo de Paul la vida de su padre.
Termino de escribir esta última línea y miro por la ventana buscando en vano la luna de agosto. La madrugada sigue siendo muy oscura, pero sé bien que en algún momento llegará la luz del día. Hace algunas noches mi viejo me visitó en un sueño muy breve y sin palabras. Estaba sentado al borde de su cama, como si recién se levantara de la siesta. Se le veía saludable y contento, con su porte respingado y animoso de toda la vida. Luego me miró, sonriente, y alzó su mano saludándome. No había en él ningún signo de dolor ni vestigio de sufrimiento. Me desperté con una sonrisa melancólica y la plácida sensación de haber recibido una caricia en el corazón. Desde entonces me he descubierto más de una vez, en plena vigilia, recreando ese sueño en busca de consuelo. Es así como quiero recordarlo.
Vuelvo la vista de nuevo hacia mi escritorio y noto que sigue ahí, estático, el mes de abril en mi calendario. Ya es hora de pasar la página. Que pasen los días, los meses y los años, que pasen las cuatro estaciones. La memoria es una madriguera dorada. ¡Que pasen todas las páginas del mundo, carajo! Igual mi viejo seguirá viviendo en mí, cada segundo, hasta el último de mis días.
De calendarios, retornos y libros rumanos