La historia narrada en Cenizas de izalco gira en torno a los acontecimientos de 1932, un año que marca un antes y un después en la historia de El Salvador. La masacre conocida como "La Matanza", en la que el gobierno militar liderado por el general Maximiliano Hernández Martínez reprimió brutalmente una insurrección campesina e indígena, dejó una huella imborrable en la memoria colectiva del país. Este acontecimiento, que resultó en la muerte de entre 10,000 y 30,000 personas, es uno de los episodios más traumáticos de la historia salvadoreña, con profundas implicaciones sociales, políticas y económicas que resonaron durante las décadas siguientes.
Para comprender las causas de este sangriento suceso, es necesario analizar el marco sociológico salvadoreño de la época, así como el contexto mundial que contribuyó a la agudización de las tensiones sociales en el país. En el desarrollo de este texto exploraremos cómo la desigualdad estructural, las condiciones de vida de los campesinos y la influencia de las ideologías revolucionarias influyeron en el estallido de la insurrección y en las posteriores represalias gubernamentales, así como también los efectos en la sociedad salvadoreña posterior a esos eventos.
Contexto sociológico salvadoreño
El Salvador de principios del siglo XX era una sociedad profundamente marcada por la desigualdad. La economía del país dependía casi exclusivamente del cultivo y la exportación de café, una industria que enriquecía a una pequeña élite terrateniente, mientras que la mayoría de la población, especialmente los campesinos indígenas, vivía en condiciones de extrema pobreza. A medida que las grandes extensiones de tierra eran privatizadas y dedicadas al monocultivo del café, miles de campesinos fueron despojados de sus tierras ancestrales, viéndose obligados a trabajar como jornaleros con salarios miserables.
Campesinos salvadoreños durante la temporada de cortas de café. En la esquina superior derecha, un sello postal, probablemente de los años veinte, con la leyenda "El café de El Salvador es de consumo universal".
Este sistema económico generó una sociedad profundamente estratificada, donde una oligarquía cafetalera ejercía un control absoluto sobre la política y la economía, mientras que la mayoría de la población campesina y trabajadora carecía de derechos y vivía en condiciones de servidumbre moderna. En este contexto, las tensiones sociales fueron en aumento, exacerbadas por la crisis económica mundial de 1929, que golpeó duramente a la industria cafetalera y empobreció aún más a las clases populares en El Salvador.
Contexto mundial: la Gran Depresión y las ideas revolucionarias
El Salvador no fue el único país afectado por la crisis económica de finales de la década de 1920. La Gran Depresión, iniciada con el colapso de la Bolsa de Valores en 1929, tuvo repercusiones globales, generando desempleo, pobreza y un profundo malestar social en diversas partes del mundo. En América Latina, esta crisis fue un catalizador para movimientos populares y revolucionarios que se oponían a las desigualdades sociales y la explotación por parte de las élites nacionales e internacionales.
En este contexto, las ideas del socialismo y el comunismo comenzaron a ganar terreno entre las clases trabajadoras y campesinas en países como México, Cuba y Nicaragua. En El Salvador, bajo la influencia de líderes como Farabundo Martí, un referente del marxismo y el activismo político de aquel momento, las ideas de emancipación y revolución encontraron eco entre los campesinos e indígenas que vivían en condiciones de opresión. La suma de factores como la pobreza extrema, la falta de derechos y la influencia de las corrientes revolucionarias, dio como resultado la combinación detonante de la insurrección campesina de 1932.
La insurrección
Tras décadas de acumulación de tensiones sociales, el estallido tuvo lugar el 22 de enero de 1932. Algunos dicen que Farabundo Martí y otros líderes comunistas organizaron a los campesinos para levantarse contra el gobierno y exigir reformas sociales y económicas. Otros opinan que la participación de estos líderes no fue tan protagónica, ya que el alzamiento campesino habia tomado vuelo mediante liderazgos locales, como el de Feliciano Ama. Sin embargo, y al margen de quien ejercía la dirección de las revueltas, el gobierno del general Hernández Martínez, instalado mediante un golpe de Estado en 1931, no estaba dispuesto a tolerar ninguna manifestación de descontento. El levantamiento, que comenzó con una serie de acciones rebeldes en zonas rurales del occidente del país, fue rápidamente sofocado por el ejército en una respuesta desproporcionadamente brutal.
Segmento del mural "Monumento a la memoria y la verdad" en el Parque Cuscatlán, San Salvador, donde se observa la ejecución del lider campesino Feliciano Ama. Al fondo, el volcán de Izalco.
La represión que siguió al levantamiento fue devastadora. En cuestión de días, el ejército gubernamental, con el beneplácito de la élite cafetalera y la complicidad del silencio eclesiástico, llevó a cabo una masacre con proporciones de genocidio. Las tropas asesinaron a decenas de miles de campesinos, la mayoría de ellos indígenas, en un intento de erradicar cualquier forma de resistencia. Cualquier persona sospechosa de estar involucrada con los comunistas o de haber participado en la revuelta fue ejecutada sin juicio previo.
A continuación se muestra una cronología de los hechos:
El presidente Dr. Rafael Zaldívar decreta la expropiación de tierras comunales y ejidos, con el fin de estimular la expansión del cultivo del café a través de la propiedad de la tierra. Estos decretos facilitaron la obtención de tierras a los cafetaleros.
El cambio en el sistema agrario permitió que un pequeño grupo económicamente poderoso accediera a la propiedad privada de las mejores tierras para el café. Los campesinos, ahora sin tierra, se convirtieron en una mano de obra abundante y barata.
La Gran Depresión afecta gravemente la economía salvadoreña, en especial al sector cafetalero, base de la economía nacional. Los precios del café caen drásticamente, aumentando el desempleo, la pobreza y la desigualdad en el país, afectando principalmente a los campesinos e indígenas.
Se incrementa el descontento popular debido a las malas condiciones laborales y la explotación de los campesinos, especialmente los indígenas, quienes habían sido despojados de sus tierras comunales desde finales del siglo XIX.
En las elecciones presidenciales resulta victorioso Arturo Araujo, quien asume la presidencia en marzo de 1931.
El general Maximiliano Hernández Martínez da un golpe de Estado, derrocando al presidente Araujo e instaurando una dictadura militar que suspende las libertades civiles.
El líder comunista Farabundo Martí y los estudiantes universitarios Mario Zapata y Alfonso Luna son capturados por el ejército. Se les acusa de conspirar contra el régimen e instigar a los campesinos.
Se publica en el Diario Oficial que el Poder Ejecutivo decreta Estado de Sitio en Ahuachapán, Santa Ana, Sonsonate, La Libertad, Chalatenango y San Salvador, luego de ataques al Cuartel de Caballería por parte de grupos comunistas la noche anterior.
El levantamiento campesino se desata en varias zonas del occidente del país, particularmente en los departamentos de Sonsonate, Ahuachapán y La Libertad. Los insurgentes toman control de varias ciudades y pueblos, como Izalco, Juayúa y Nahuizalco, atacando propiedades de terratenientes y oficinas gubernamentales. Se les atribuye el asesinato de 20 civiles y 30 militares.
Hernández Martínez ordena una represión brutal contra los insurgentes, movilizando al ejército para aplastar el levantamiento. Tropas gubernamentales, apoyadas por las elites cafetaleras y fuerzas locales, comienzan a retomar las zonas ocupadas por los campesinos.
Las tropas del gobierno, fuertemente armadas, avanzan sobre las zonas rebeldes y aplican una política de represión indiscriminada. Aunque muchos campesinos ya se habían rendido o no habían participado directamente en la revuelta, son ejecutados en masa.
Feliciano Ama, líder indígena de Izalco, es capturado y colgado públicamente en la plaza central de Izalco. Otros líderes indígenas y campesinos también son ejecutados sin juicio. Inicia La Matanza.
Las tropas del gobierno continúan con La Matanza. Se estima que entre 10,000 y 30,000 campesinos, en su mayoría indígenas nahua-pipiles, son asesinados en las zonas rurales del occidente del país. La represión es indiscriminada, y se ejecuta a personas simplemente por vestir ropa tradicional indígena o hablar náhuatl.
Farabundo Martí, Mario Zapata y Alfonso Luna son fusilados en las primeras horas de la mañana en San Salvador. Se les acusa de sedición y de organizar la revuelta campesina. Sus ejecuciones marcan el final del levantamiento comunista y campesino, consolidando el poder de Hernández Martínez y su régimen militar.
Etnocidio y desmantelamiento cultural
Se puede argumentar que la masacre de 1932 no fue solo una represión brutal del primer conato de revolución comunista en El Salvador, sino también un etnocidio o purga racial. Aunque el levantamiento campesino tuvo fuertes tintes ideológicos y sociales, centrados en la lucha de clases y en la resistencia contra la explotación por parte de la oligarquía cafetalera, el hecho de que gran parte de las víctimas fueran indígenas, principalmente de origen nahua-pipil, convierte a este evento también en un ataque sistemático contra una comunidad étnica específica. El término "etnocidio" se refiere a la destrucción deliberada de una cultura o identidad étnica, y eso es precisamente lo que ocurrió en 1932.
Históricamente, la población indígena en El Salvador siempre fue vista como inferior y se le sometió a una serie de políticas de asimilación forzada y discriminación. Tras la independencia en el siglo XIX, muchas políticas del Estado salvadoreño favorecieron la eliminación o marginación de la identidad indígena para promover una imagen de un país homogéneo, mestizo y "civilizado". En el contexto de La Matanza, las fuerzas militares no solo veían a los campesinos como "comunistas peligrosos", sino también como indígenas atrasados que, desde su perspectiva, representaban una amenaza al orden social y al progreso económico de la nación.
La matanza de 1932 también puede considerarse una purga racial en la medida en que las fuerzas del Estado no distinguieron entre campesinos comunistas y la población indígena en general. El uso indiscriminado de la violencia contra los indígenas refleja un componente racista en la represión, ya que las autoridades no solo buscaban erradicar la insurrección, sino también eliminar o someter a un grupo étnico que consideraban problemático. Esta purga racial no fue una política oficial explícita del régimen, pero el resultado de los hechos y su impacto en la comunidad indígena sugieren que el exterminio y marginación de esta población fue parte integral de la masacre.
El discurso oficial
El oficialismo del régimen de Maximiliano Hernández Martínez defendió los actos represivos de 1932 al publicar que era una "necesidad urgente garantizar la vida y propiedad de los habitantes de los indicados departamentos, y mantener el orden público y el régimen social establecido y garantizado por nuestra Constitución Política". El levantamiento campesino fue caracterizado por el gobierno como una insurrección comunista que buscaba desestabilizar al Estado, especialmente en un contexto internacional donde el comunismo estaba ganando terreno en varias partes del mundo.
Diario Oficial de la República del 20 de enero de 1932, donde se notifica la captura de "un grupo de individuos de filiación comunista" y se declara la Ley de Estado de Sitio con efecto inmediato.
Justificaciones oficiales de la represión
- Protección del Estado y del orden social: El régimen de Hernández Martínez justificó la represión como una defensa del orden social y económico, afirmando que la insurrección era un intento de imponer el comunismo en el país. El gobierno argumentó que los insurgentes habían atacado propiedades privadas, saqueado y asesinado a funcionarios del gobierno y terratenientes, lo que requería una respuesta contundente para evitar una mayor desestabilización.
- Autodefensa ante una conspiración internacional: El oficialismo también presentó la revuelta como parte de una conspiración comunista internacional, en línea con los temores de la época por el auge del comunismo tras la Revolución Rusa de 1917. Aunque la insurrección fue principalmente un levantamiento campesino impulsado por demandas locales, el gobierno la vinculó con movimientos comunistas globales para legitimar su represión como una lucha contra una agresión extranjera.
- Salvar la nación de la anarquía: En los comunicados oficiales, el régimen de Martínez señaló que la brutal represión, que incluyó ejecuciones masivas, fue necesaria para salvar a la nación de la anarquía. Las autoridades describieron los eventos como una acción rápida y decidida para restaurar la paz, argumentando que de no haber intervenido con fuerza, el país se habría sumido en el caos y la violencia.
- Actos de justicia y castigo a los "subversivos": En la narrativa oficial, los insurgentes eran presentados como criminales subversivos, y la matanza de miles de indígenas y campesinos fue vista como un acto de justicia necesario para castigar a los responsables de los disturbios. El gobierno apelaba al término "justicia" para legalizar y moralizar la matanza.
- Negación del carácter étnico de la represión: A pesar de que gran parte de las víctimas de la represión fueron indígenas, el oficialismo de Hernández Martínez negó cualquier carácter racial o étnico en la masacre. El régimen enfatizó que la represión fue dirigida contra "insurgentes comunistas" que amenazaban la seguridad del Estado.
Manipulación de la narrativa en los medios
El régimen controlaba estrechamente los medios de comunicación, y la narrativa oficial sobre los eventos fue manipulada para presentar al gobierno como el salvador de la nación. La prensa alineada con el gobierno retrató a los campesinos e indígenas sublevados como bárbaros y agentes del caos, mientras que al ejército se le mostraba como el garante del orden y la civilización. Esta construcción narrativa ayudó a crear una justificación moral para las acciones del gobierno y a silenciar cualquier crítica a la brutalidad de la represión.
La Prensa de fecha 1 de febrero de 1932, con primera plana sobre el fusilamiento del lider comunista Farabundo Martí y de los universitarios Mario Zapata y Alfonso Luna, responsables del periódico Estrella Roja. En la imagen se leen otros titulares sobre "bombas de dinamita ocultas en San Salvador", un "vasto plan del terrorismo comunista" y supuestos aplausos de otros pueblos y gobiernos por la actitud del pueblo y gobierno salvadoreños.
Consecuencias del etnocidio
Una de las consecuencias más devastadoras de La Matanza fue que, además de la pérdida de vidas, se produjo una destrucción cultural. Para evitar ser perseguidos o asesinados, muchos de los sobrevivientes indígenas se vieron obligados a ocultar su identidad étnica, abandonando su lengua y costumbres tradicionales. Esto contribuyó significativamente a la erosión de las culturas indígenas en el país.
La lengua náhuatl, hablada por muchas comunidades pipiles, casi desapareció, y sus prácticas culturales y espirituales también fueron marginadas. Este abandono de la identidad indígena fue una estrategia de supervivencia, pero tuvo consecuencias a largo plazo en la desaparición de gran parte de su herencia cultural.
La desaparición casi total de la autoidentificación indígena en El Salvador, es una de las consecuencias más claras del etnocidio. Según el censo de población de 2007, solo el 0.2% de la población se identificó como indígena, lo que representaba aproximadamente trecemil trescientas personas en un país con casi seis millones de habitantes en aquel momento. Es claro que ese bajo porcentaje se debió en parte a la discriminación histórica y la represión que vivió la población indígena, a la que se sumaron otros factores como la asimilación cultural, la falta de reconocimiento oficial y la desconexión de las nuevas generaciones con sus orígenes e historia. Hay estudios y organizaciones indígenas que sostienen que esa cifra está muy lejos de la realidad, ya que muchas personas de evidente ascendencia indígena no se identifican como tal.
Impacto en la sociedad salvadoreña
Las consecuencias de la masacre de 1932 reverberaron en la sociedad salvadoreña durante décadas. En primer lugar, el evento consolidó el poder de la dictadura militar. Hernández Martínez permaneció en el poder hasta 1944, y después de él, una serie de regímenes militares mantuvieron el control político, creando un ambiente de represión y miedo que perduraría hasta la guerra civil salvadoreña de la década de 1980.
En términos sociales, la masacre profundizó la división entre las clases altas y las clases populares. La clase pudiente cafetalera continuó ejerciendo un poder económico desmedido, mientras que los campesinos y trabajadores fueron marginados y reprimidos durante décadas. Además, la memoria histórica de La Matanza se convirtió en un tema tabú en El Salvador. Durante muchos años, hablar de los eventos de 1932 era considerado peligroso, y la masacre no fue oficialmente reconocida hasta décadas más tarde. Sin embargo, el legado de las víctimas ha permanecido vivo en la memoria colectiva de las comunidades afectadas, y se convirtió en un símbolo de lucha para futuras generaciones de activistas y revolucionarios.
“Por favor silencio. Están pisando suelo sagrado, suelo de mártires y de heróicos izalqueños. (...) Los de ayer amordazaron mi voz, mi idioma nativo, mi ropaje; me quemaron mi cotón, eliminaron mi apellido y hasta el danzarle a los cuatro vientos”, reza el monumento en El Llanito, Izalco, donde miles de indígenas fueron asesinados por el Estado.
La represión brutal de 1932 estableció un precedente de autoritarismo en el país, donde la violencia estatal quedó grabada en la conciencia colectiva de nuestra sociedad, de tal forma que aún en nuestros días, muchos la siguen entendiendo como una herramienta necesaria para mantener el poder, la seguridad y el orden.
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