Este es un libro que había escuchado, pero que nunca me había tomado ni siquiera la tarea de buscar para leerlo. Así que cuando vi que este era el segundo libro del mes, decidí leerlo (y terminarlo, que es lo que más me cuesta últimamente).
Antes que nada, debo comentarles que mucha historia de mi familia, ha sucedido en Santa Ana. Por el lado paterno, mi abuelita decidió huir de su Nejapa natal en búsqueda de tener a su primogénito (mi padre) lo más lejos posible de mi abuelo, y así poder darle la oportunidad de que su hijo estudiara —actividad que ella deseó con todas sus fuerzas, pero que le fue negada por ser mujer—. Y pues lo que ella consideró que era lo más lejos posible fue Santa Ana.
Mi madre, por otro lado, emigró de Suchitoto a Santa Ana para terminar sus estudios de bachillerato bajo la protección de tío Ricardo, profesor normalista y formador de varias generaciones de profesores normalistas.
Entonces, aunque no nací ahí y en realidad no tengo a nadie de mi núcleo familiar allá, sino solo una tía lejana, Santa Ana es —en mi recuerdo— una ciudad donde se urdió mi presente, porque en ella se inició la historia de la familia Rodríguez-Serrano. Santa Ana contiene las historias de la juventud de mi mamá, donde incluso un escritor reconocido llegaba a comprar dulces donde ella trabajaba para ver sus ojos verdes; además de las idas al cine con mi padre los domingos por la tarde. Y Santa Ana es la ciudad que más me emocionaba visitar de chiquita, primero porque era un viaje largo y lleno de muchos paisajes curiosos, y segundo porque en ella veía a mi tío Ricardo, quien —a pesar que éramos unas niñas con mi hermana— siempre conversaba con nosotras dejando de lado el consabido “¿qué querés ser de grande?” que algunos adultos creen que es la única pregunta que un niño puede contestar. Él nos “veía” y nos “escuchaba”, y de Santa Ana siempre salíamos con un libro para leer.
Por eso y muchas cosas más, es que este librito “ofendió” en un principio mi “vena santaneca”, que en realidad no existe. El que machacara tanto la “puerilidad” de la “Capital del Mundo y Sucursal del Cielo” me dolía en lo más íntimo, el describirla de una manera tan sosa y vacía de significado hizo que casi renunciara a su lectura. Pero luego comprendí que el magnificar estas características que se le atribuyen a Santa Ana en el libro, es más bien para dimensionar el profundo descontento y vacío que la señora Isabel siente por su vida, porque claro, por mucho orgullo que sientan los habitantes de la “Ciudad Heroica” (y aun los que no lo somos) no hay manera de que pueda competir con la París cosmopolita y, sobre todo, con la París deificada como la cuna de la cultura y el arte. Por bella que sea la Catedral (1913) de la “Ciudad Morena”, no se le puede comparar con Notre Dame y el Teatro Nacional santaneco (1910) no es la Ópera de París.
Entonces, hechas ya las paces entre mi ego y el libro, me sumergí en su lectura esperando la narración de la revuelta de nuestros indígenas y me daba curiosidad qué personaje la iba a contar. Creo que me defraudó un poco el que lo hiciera un Frank borracho y que no comprendiera en realidad el profundo significado de lo que en realidad sucedió, sino más bien el entendimiento lo vemos en su amigo Virgil, ese predicador evangélico que hizo de Santa Ana su casa, y quien —al final— estaba ahí por una mera casualidad: queriendo “salvar” a su amigo, en realidad encontró su muerte (¿y redención?) a la par de aquellos por los que sentía su pasión cristiana. Quiero decir que esa escena en particular me recordó un poco a la muerte de las monjas Mariknol en los ochenta, quienes encontraron su martirio por un pueblo que no era el suyo, pero que habían tomado como tal.
Uno de los personajes secundarios que más me llama la atención es Eduardo, ya que refleja la herencia de la masacre del 32 y que vivimos hasta hoy día: el miedo al posicionamiento político, el pasar de ser una sociedad que podía organizarse hasta la sociedad que no es capaz de reflexionar más allá de las acciones populistas que le ganan la batalla y la adormecen. ¿Nunca se han preguntado por qué los guatemaltecos y los hondureños son capaces de tomarse las calles y las plazas, pero nosotros no? Entre la masacre de nuestros indígenas y la severa represión de los 70-80, los salvadoreños hemos aprendido que es mejor callar y no “meternos en líos”.
¿Qué puedo decir de Frank? No me cae mal del todo, pero si es de esos personajes que dan ganas de entrar a la narración, zarandearlo y hacer que tome el control de su vida. Uno de los últimos reclamos que le hace a Isabel (“Estaba en tus manos salvarme, pero me habías fallado”), me enervó por que ¿cuál es la razón de que la pobre e insatisfecha Isabel tuviera la responsabilidad, no solo de sí misma y de su familia, sino también de un alcohólico trotamundos con crisis existencial?, ¿si Isabel ni siquiera supo cómo enfrentar su propia crisis de vida, como por qué tenía que resolver la de otro? También me fue desagradable el que creyera que porque llegara maltrecho después de su escape de la matanza, Isabel iba a dejar todo de lado por cuidarlo (“Va a saber cómo la necesito, se va a ablandar, va a cambiar de opinión cuando me vea así”). Ese rol otorgado a la mujer de ser nutritiva y salvadora por encima de sí misma, me parece indignante. Y más todavía cuando se le disfraza de “amor”. Sinceramente creo que Frank no tenía amor por Isabel, sino más bien lo que él buscaba es que “alguien” se responsabilizara de él, para rehuir su propia obligación consigo mismo. Para mí, él encarna una personalidad inmadura e infantil.
Isabel y Carmen… como que una le hubiera transmitido a la otra la insatisfacción por la vida, pero también la inactividad para realizar cambios y más bien dejarse llevar por la “comodidad” de lo ya conocido, como que las asustara incluso la posibilidad de un nuevo comienzo con ellas solas como actoras de su propia vida. Es decir, sí se quejan de lo “enjauladas” que se sienten, pero al mismo tiempo escogen la jaula. Claro, estamos hablando de una época en las que las mujeres se enfrentaban a un prejuicio mucho más grande que el de ahora si se divorciaban o si no cumplían con el rol de “ser buenas esposas y madres”. Y ese prejuicio sigue actualmente, aun con todo lo que hemos caminado las mujeres, pero todavía se nos siguen imponiendo roles que abusan de nuestra naturaleza nutritiva (y que conste que no todas las mujeres tienen esta característica, y mucho se discute si es “natural” o “socialmente construida”, pero esa es una discusión para otro momento).
Y les dejo una pregunta ¿a ustedes este libro no les recuerda, aunque sea vagamente, a Los Puentes de Madison de Robert James Walter e interpretada magníficamente por Meryl Streep y Clint Eastwood? ¿Será que Walters leyó “Cenizas de Izalco”?
En fin, Cenizas de Izalco es un libro de fácil lectura que está bonito, pero no será parte de mis preferidos de la literatura salvadoreña…
Leyendo el libro me recordé de este vídeo del Museo de la Palabra y la Imagen (MUPI), que contiene testimonios de personas que sobrevivieron la masacre. Hemos negado tanto nuestra historia —y algunos siguen haciéndolo— que es necesario hacer una pausa e interesarnos por la verdad.
La matanza de 1932 es real y es nuestra responsabilidad que no se olvide aunque los testigos mueran. Somos los nuevos testigos y los guardianes de nuestra historia.
Cenizas de Izalco | Comentario personal